jueves, 31 de julio de 2014

Al cielo se sube de dos en dos

Una historia de abuelos


Cuando se ha amado a la misma persona durante toda la vida, los últimos momentos antes de la separación son algo muy especial. Conocer historias de eternidad nos ayuda a buscar el modelo de persona con la que quisiéramos compartir la existencia.


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Mi esposo yace en la cama de su habitación, y se encuentra en fase terminal de su enfermedad. Expresó su deseo de dejar el hospital, de morir en casa, atendido por uno de nuestros hijos que es Médico, y el querer permanecer en la familia y conmigo.

Recorro la cortina para que la luz de la mañana llegue a su amado rostro, hoy marchito, agobiado. Abre sus ojos, y al verme me sonríe con una confianza que aleja el más recóndito de mis temores; una amorosa mirada sorprendentemente más viva que nunca, surgida de nuestra unión que estrecha su intimidad en estas postrimerías.


Lo observo, y al devolver la sonrisa, recuerdo…

Hace años, en la plenitud de su vida, trabajaba en nuestro jardín, ignorante de que mi mirada se había posado sobre él. Me di cuenta entonces de que el amor obra cierto milagro, porque al hacerlo, traspasaba todo lo que se interponía entre su intimidad y la mía; lo vi más allá de su agraciado físico, su carácter y temperamento, de sus aptitudes y limitaciones; cualidades y defectos; más allá de sus logros, triunfos, derrotas, aciertos y errores.

Sabía que podía verlo a través de esas capas que van cubriendo a la persona, porque mi mirada nacía, a su vez, de mi propia intimidad, y sabía también que él podía hacer lo mismo conmigo; que podíamos vernos en la absoluta desnudez de nuestras almas y que eso no era un fruto regalado, sino el adentramiento amoroso de nuestros seres, producto de un caminar juntos, largo, arduo y angosto.


La deliciosa convivencia final

Mi amor yace en el lecho, despojado de todo esplendor y lozanía, de tantas cosas de este mundo. Sólo queda el ser frágil que comparece ante mí en la dimensión transparente de una singularísima persona que fue capaz de otorgarme su don personal entero e incondicional como varón, que acogí y acojo con infinito amor hasta el último momento.

Tomo su mano entre las mías, nos vemos a los ojos y ambos sentimos palpitante la absoluta verdad de haber vivido el uno para el otro.

Me pide le muestre algunas fotos familiares; las vemos, murmuramos los mismos comentarios de siempre entre tenues sonrisas, sin nostalgias, sólo con intima complacencia y confirmando cuánto bien hemos descubierto en nuestras mutuas humanidades, y cuánto agradecimiento a Quien así nos creó y nos dispuso el uno para el otro, para hacer de nuestras vidas una sola historia.

Ya no nos vemos como al principio. Ahora es la mirada de un “te conozco profundamente y eres mi mayor bien”. Se olvida lo olvidable, y si hay alguna lágrima, es de agradecimiento y ternura.

La enfermedad no ha debilitado nuestro amor, los años no lo han envejecido, y la misma muerte no podrá descomponerlo jamás, como no lo logra con el alma. Todo adquiere brillo en este atardecer, en este ocaso. Atrás queda nuestra historia, hecha de cosas que pasan y se pasan; de cosas que han pasado y se han quedado, dándonos certeza de plenitud en nuestro amor.

Una plenitud colmada de esperanza, y que allana infinitamente el dolor de una corta separación (FUENTE: ALETEIA).


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