Fundamental en la piedad del Seminarista
Diác. José Antonio Larios Suárez
En la celebración de todos los Sacramentos es necesaria la Fe para poder reconocer la acción de la Gracia santificante a través de los signos sensibles; sin embargo, en la Eucaristía no sólo reconocemos esa Gracia santificante en nosotros, sino al mismo Autor de la Gracia: Cristo el Señor, real y verdaderamente presente en su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. Mas este reconocimiento no puede ser posible sin el don de la Fe, ya que, como dice Santo Tomás de Aquino: “Hay cosas que no entendemos, pues no alcanza la razón; mas, si las vemos con Fe, entrarán al corazón”.
Indispensable, la primera virtud teologal
Así pues, sólo la Fe es capaz de hacernos exclamar ante el Misterio Eucarístico como Pedro: “¡Es el Señor!”; sólo la Fe hace posible que invitemos a otros a la Adoración Eucarística, diciéndoles como Marta a su hermana María: “El Señor está aquí y te llama”; sólo la Fe puede llevarnos a decirle al Señor Sacramentado como los discípulos de Emáus: “Quédate con nosotros, Señor”; únicamente la Fe es capaz de arrancar de nosotros una profesión tan profunda como la de Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!” cuando nos encontramos ante su presencia real y misteriosa.
Es la Fe la que nos permite reconocer en la Celebración Eucarística el Sacrificio mismo del Señor, el Sacrificio de su Cuerpo y su Sangre, perpetuado por los siglos; el Memorial de su Muerte y Resurrección. El don de la Fe nos ayuda a darnos cuenta de que Cristo, Muerto y Resucitado por nosotros, es la ofrenda sacramental de la Iglesia al Padre Celestial en favor de su Pueblo Santo, que somos todos los bautizados.
Conocimiento, aceptación y sumisión confiada
Por la Fe, entendemos que aquel Sacrificio histórico de Cristo y su Resurrección rompen las barreras del Espacio y del tiempo y se hacen presentes en cada Santo Sacrificio de la Misa de manera sacramental, no como una repetición, sino como el único Sacrificio y Resurrección actualizados en el aquí y el ahora bajo los signos sacramentales. Cuando la Fe nos lleva a entender estas realidades “maravillosas, profundas” -exclama el “Doctor Angélico”, Santo Tomás, en la Secuencia del Corpus Christi- nuestra vivencia eucarística se hace más profunda y de más frutos, ya que descubrimos que la Eucaristía no es un acto de mérito personal, no es lo que yo puedo darle a Dios, sino la donación total de Jesucristo por mí; son sus méritos los que me permiten recibirlo como alimento, llenar mi alma de Gracia y recibir, ya desde aquí, la prenda de la futura Gloria.
Por otra parte, el don de la Fe es el que nos permite no sólo participar de manera plena, consciente, activa y fructuosa en la Celebración Eucarística, sino que nos impulsa a adorarle constantemente, ya sea reservado en el Sagrario o expuesto solemnemente en la Custodia, pues reconocemos que, por Amor, se ha quedado allí.
La Fe, recibida de Dios como don, y ejercitada como virtud, encuentra en la Eucaristía su fuente y su cumbre, su alimento, su sostén. Todo alimento de vida espiritual, al margen de la vivencia eucarística, se convierte en un calmante, en un alienante espiritual que, lejos de comprometer toda nuestra existencia cristiana, la diluye.
Por ello, en el Seminario la vivencia de la Celebración Eucarística diaria, junto con la Adoración asidua al Santísimo Sacramento, se convierten en el eje central de la espiritualidad del futuro Sacerdote, llamado a hacer presente a Cristo en el Altar y a darlo en alimento a los fieles. Así como sin Sacerdotes no hay Eucaristía, sin Eucaristía no hay Sacerdotes. Al calor de la Eucaristía se va gestando la vocación sacerdotal hasta llegar a su madurez, y no sólo la vocación sacerdotal, sino toda vocación cristiana, que es un llamado a la santidad.
Con cuánta razón se le ha llamado a la Eucaristía: fuente y cumbre de la vida cristiana.
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