jueves, 24 de julio de 2014

EDITORIAL

Dejar la tierra propia, para buscar un sueño


El llamado “Sueño Americano” empieza con dolor porque se abandona lo que se quiere, los afectos familiares, la esposa, los hijos, la tierra y las costumbres que nos acompañan desde siempre. Es un Sueño que en ocasiones se logra, y en otras se vuelve una pesadilla. En la mercadotecnia y gustos de otras latitudes, reciclados en las películas, a los soñadores que llegan a insertarse en aquellas latitudes, los hacen extranjeros hasta para vestir, comer y pensar. Éste es el dolor real y los riesgos de la emigración. Suele decirse: “Se fue p’al Norte y regresó hasta con otra religión”.

“Mi padre fue un arameo errante”… frase bíblica que encierra una vocación, una tarea: salir en búsqueda de nuevos horizontes para alcanzar la promesa de una tierra que mana leche y miel; una faena profundamente humana, pero que conlleva el enfrentarse a condiciones hostiles, mañanas amargas, atardeceres dolorosos y carencia de amor. La Tierra de Promisión puede estar cerca o nunca acariciarla, según el esfuerzo y los obstáculos que se atraviesen.

“Sal de tu tierra y vete a la tierra que yo te mostraré”. Es otra frase bíblica que ha animado a muchos a ir en pos de nuevas aventuras, pretendiendo completar aquel mandato del principio del mundo: “Dominen la Tierra”; que nunca, ni en aquellos primeros días de la Creación, ni hoy, quiso significar el destruir o canjear usanzas, gentes, idiomas, religiones, pues la verdadera misión es compartir un entorno para progresar y apreciar con respeto a sus moradores. Procurar un mundo para la complementación. Con lo mejor de cada cual, en el entretejido de las tradiciones, forjar una historia decorosa y profundamente humana.

A la conquista de los conquistadores. Desde los primeros moradores del planeta, éstos han suspirado por días y lugares mejores; no han querido ser ajenos a otras civilizaciones; han intentado ser testigos de los monumentos y vestigios de las culturas ajenas, antiguas y nuevas, compartir su historia; pero, sobre todo, han ido a ganar el pan para sus hijos, a conocer las letras y los números para alimentar su inteligencia y para establecer relaciones de ida y vuelta con otros pensamientos, con otras razas, con otras religiones.

Emigrar es un derecho humano que frecuentemente se convierte en un deber de emergencia. Es menester, en toda circunstancia, vivir con dignidad, con pundonor, luchar por las propias convicciones. Hay migraciones forzosas, por el hambre, la enfermedad, la pobreza; las hay para reunirse con los hijos, los abuelos, los enfermos: “Yo no crucé la frontera; la frontera me dividió”, cantan Los Tigres del Norte. Recién hemos conocido otra novedad de migrantes: niños y adolescentes que hacen recorridos increíbles con enormes riesgos. Llenos de carencias, transitan por parajes desconocidos; su decisión es reunirse con su familia.

Pero también para estudiar y compartir la Fe se sale a tierras lejanas. “La acción evangelizadora es el paradigma de cualquier obra de la Iglesia”, ha dicho el Papa Francisco en su Exhortación “La alegría del Evangelio”. El Mandato de Jesús fue claro: “Vayan por todas la naciones…” Para que el Evangelio penetre, habrá que salir de nosotros mismos; hacer una migración profunda desde el egoísmo hacia la generosidad.

Tarea inacabada y permanente es aprender a salir de uno mismo para ir al encuentro de los demás. Muchas ilusiones se ahogan en la jaula del egocentrismo y de los linderos que separan. Los deseos de mejorar, fincados en la emigración, se ven atacados por la “globalización de la indiferencia”, dice también el Santo Padre. Hay rechazos xenofóbicos de orgullo e intolerancia, a pesar de que bien se sabe que el emigrar es un derecho inalienable que debe ser custodiado por el arte de gobernar los pueblos.


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