DANIEL LEÓN CUEVA
Esto fue, hace cientos o miles de años, un lugar sagrado al que debía subirse con respeto para cumplir algún rito especial de tributo a la Naturaleza o a los dioses en que creían los primitivos.
Tocó al tiempo cambiar la escenografía, pero no mucho. La colina se mantiene como atalaya o divisadero para contemplar las llanuras circundantes o las empinadas serranías lejanas. Todavía quedan y sirven las gradas para dar rumbo y altura a los pies del viandante.
Si acaso, el verdor vegetal reafirma su presencia echando raíces donde antes sólo era piedra, pero testimoniando los retoños del tiempo, de la tierra, del uso habitual. Arriba, en el límpido celaje, las nubes son muy otras y siempre iguales.
Así pues, como que el cuadro quiere decirnos que la Creación recicla los siglos, por más que las pisadas, las voces, las miradas, las intenciones, la tramoya misma, nos hablen de otras épocas muy remotas, de otras gentes de distinta lengua, que se hacen presentes en el silencio, en el recuerdo, en los imparables renuevos del suelo y del cielo.
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