El Bautismo del Señor
Jesucristo se hace bautizar: descendamos al mismo tiempo que Él, para ascender con Él.
Juan está bautizando, y Cristo se acerca, tal vez para santificar al mismo por quien va a ser bautizado; y, sin duda, para sepultar en las aguas a todo el viejo Adán, santificando el Río Jordán antes de nosotros y por nuestra causa. Y así, el Señor, que era espíritu y carne, nos consagra mediante el Espíritu y el agua.
Juan se niega; Jesús insiste. Entonces: “Soy yo el que necesito que Tú me bautices”, le dice la lámpara al Sol, la voz a la Palabra, el amigo al Esposo, el mayor entre los nacidos de mujer al Primogénito de toda la Creación, el que había saltado de júbilo en el seno materno al que había sido ya adorado cuando estaba en él, el que era y habría de ser precursor al que se había manifestado y se manifestará. “Soy yo el que necesito que Tú me bautices”, y podría haber añadido: «Por tu causa», pues sabía muy bien que habría de ser bautizado con el martirio; o que, como a Pedro, no sólo le lavarían los pies.
Pero Jesús, por su parte, asciende también de las aguas, pues se lleva consigo hacia lo Alto al mundo, y mira cómo se abren de par en par los Cielos que Adán había hecho que se cerraran para sí y para su posteridad, del mismo modo que se había cerrado el Paraíso con la espada de fuego.
También el Espíritu da testimonio de la Divinidad, acudiendo en favor de quien es su semejante. Y la voz desciende del Cielo, pues del Cielo procede precisamente Aquél de quien se daba testimonio; del mismo modo que la paloma, aparecida en forma visible, honra el Cuerpo de Cristo que, por deificación, era también Dios. Honremos hoy nosotros, por nuestra parte, el Bautismo de Cristo, y celebremos con toda honestidad su Fiesta.
(San Gregorio Nacianceno, Obispo y Doctor de la Iglesia).
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