jueves, 9 de enero de 2014

Predicación y vida

Respeto a la Eucaristía, comulgar dignamente


Cardenal Juan Sandoval Íñiguez

Arzobispo Emérito de Guadalajara


Comunión en manoUn Sacerdote que visitaba una clínica para llevar a los enfermos los auxilios espirituales, fue llamado a la cama de una enferma que estaba viviendo en unión libre, pero que quería comulgar antes de que la operaran. El Sacerdote le preguntó si estaba dispuesta a separarse de su amante, y ella respondió que, por lo pronto, en lo único que pensaba era en su salud, negándose implícitamente a dejar al hombre con el que vivía.

El Clérigo, obviamente, no le dio la absolución ni la Sagrada Comunión. Los parientes de la enferma montaron en cólera y subieron a las Redes Sociales una protesta airada contra el referido Padre y contra la Iglesia en general por ser incomprensiva e intransigente, al negarse a dar la Sagrada Comunión a una enferma que la pedía.


De requisitos indispensables


A propósito de este incidente, hago hoy este comentario sobre la digna recepción de la Sagrada Eucaristía, aclarando, en primer lugar, que el Sacerdote en cuestión obró debidamente, conforme a la Palabra de Dios y a la enseñanza permanente de la Iglesia, pues para comulgar se necesita estar “en estado de Gracia”, y esa mujer no estaba en ese estado (no digo que “en pecado”, porque eso solamente Dios lo sabe); mas, al no manifestar su propósito de salir de él, por tanto no se le podía ni absolver en la Confesión ni darle la Sagrada Comunión.

Es sabido que, por falta de Fe o por ignorancia religiosa, hay personas que se acercan a comulgar indebidamente. Tal sucede, sin duda, en las Misas multitudinarias. En algunos países del primer mundo, por un exagerado afán de “democratismo”, existen individuos que, por el solo hecho de asistir a Misa, exigen el derecho de comulgar aunque no estén preparados ni sean creyentes.

Hay también, entre nosotros, personas que viven habitualmente en estado de pecado, y de pronto les viene el deseo de comulgar y lo hacen o se acercan al confesor, pero callan su situación pecaminosa; por ejemplo, la de estar viviendo en unión libre, y así profanan tanto el Sacramento de la Penitencia como el de la Eucaristía. Otros dicen que se confiesan con Dios y que Él es muy misericordioso y los perdona, olvidando o negando implícitamente el poder que Cristo dio a la Iglesia de perdonar o retener los pecados (Cf. Jn. 20,23).


En la Eucaristía está Cristo realmente presente con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad; por tanto, para recibirlo dignamente se necesita estar en Gracia de Dios y darle el abrazo de amigo y no el beso de Judas.

A propósito del ágape fraterno que seguía a la Celebración de la Eucaristía en las comunidades primitivas, San Pablo reprendía duramente a los fieles de Corinto porque profanaban la Eucaristía al no compartir los alimentos que llevaban consigo con los necesitados, y aprovechaban la ocasión para hartarse y embriagarse. Sus palabras han sido siempre una amonestación severa para todos los cristianos: “Examínese a sí mismo cada quien y así coma de este pan y beba de este vino…porque el que come y bebe indignamente, se come y se bebe su propia condenación por no respetar el Cuerpo del Señor” (1 Cor. 11, 27-29).


Sabia deducción


El Catecismo de la Iglesia Católica, publicado por el Papa y hoy Beato Juan Pablo II, al comentar este pasaje de San Pablo, concluye diciendo: “Quien tenga conciencia de estar en pecado grave, debe recibir el Sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar” (CIC, 1385). Santo Tomás de Aquino, en el Himno “Lauda Sion”, compuesto hacia el año 1264 para la Fiesta del Corpus Christi, resume así la conciencia perenne de la Iglesia: “Lo toman los buenos, lo toman los malos, pero con diferente resultado… es muerte para los malos, vida para los buenos…”

Tenía, pues, razón aquel Sacerdote, pues procedió debidamente, y mal hicieron los que lo criticaron a él y a la Iglesia. A quien se encuentra en estado de pecado, la Iglesia no lo rechaza, sino que lo exhorta a participar lo más que pueda en la vida de la Iglesia, a hacer oración y obras de caridad para que Dios lo ayude con su Gracia poderosa a salir de esa situación y pueda recuperar el estado de Gracia, y así recibir dignamente y con frecuencia los Sacramentos que alimentan la vida del creyente.


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