jueves, 16 de enero de 2014

EDITORIAL

La unidad, tarea y meta permanente


En la Historia de la Humanidad nunca han faltado los acuerdos, enlaces y proyectos para alcanzar en bloque ciertos objetivos: la paz, la ayuda ante los desastres y hambrunas, las contribuciones comunes para erradicar ciertos males y enfermedades; aunque también se dan propósitos furtivos para, a contracorriente, hacer daño a otros, conseguir metas perjudiciales por un mal entendido bienestar, lo cual tiene su raíz en la egolatría, egoísmo e iniquidad, propios de la condición humana.


La unidad es, sin duda, un bien por casi todos perseguido, una utopía contemplada en diferentes niveles; necesaria en los diferentes grupos humanos y que, desde luego, no puede faltar en el seno de los grupos religiosos. En los textos evangélicos, esta premisa es una preocupación vital de Jesús para sus discípulos y apóstoles.

Mas, en la permisividad globalizada de ciertos códigos de conducta, la ansiada unidad se constituye en una espada de dos filos. Hay una multiculturalidad que intenta estar acorde, lograr la unanimidad en sus propuestas, aspectos plausibles, pero que ciertamente conllevan riesgos cuando se ignora la fundamental axiología, la escala de valores y de derechos universales. Hay razones fuertes para uniformarnos en pretensiones de justicia y derechos humanitarios, pero carece de sentido que quienes afirman luchar por ello, traten de meternos a todos en el mismo costal de vicios, usos, costumbres y modas; en proyectos riesgosos para la salud, física o mental, que ofenden la esencia de la raza humana.


No podemos imaginar que se pretenda la unidad y el asentimiento en el crimen de legalizar toda clase de sustancias degenerativas de la condición humana, ni en otros proyectos de dudosa procedencia que atentan contra los valores establecidos o las Leyes naturales.

Por otra parte, las Iglesias de toda índole procuran luchar por la unidad. Buscan limar sus diferencias para no contravenirse ni caminar en sentidos opuestos, siempre con el deseo de integrar a la Humanidad y defender los derechos fundamentales del hombre.

Cada año, en el Octavario por la Unidad de los Cristianos, resalta el deseo de avanzar en este sentido; se invita a las diversas organizaciones eclesiales a reflexionar en un tema común. En este 2014, el Tema será éste: “¿Es que Cristo está dividido?” Con Fe, respondemos: “¡No!”; y sin embargo, muchas comunidades continúan albergando divisiones escandalosas. Hay también luchas internas y contrasentidos en la exposición y práctica de la Doctrina Cristiana.


Así pues, la unidad entre los pueblos, las familias, los grupos sociales, no depende sólo de estrategias políticas, como tampoco de acuerdos de concertación entre los distintos; es una luz interior del corazón, necesaria siempre en la perenemente deseada unidad. Tampoco se trata únicamente de afinar instrumentos para lograr un concierto perfecto, pues no somos los seres humanos nada más piezas de ejecución puntual de un pentagrama prefabricado. Somos seres dotados de un espíritu capaz de ceder y avanzar, de diagnosticar y de actuar en las variables de cada situación particular, desde la familia, núcleo pequeño, hasta en la enormidad de situaciones complejas de los diversos grupos humanos.


Los Partidos políticos afirman que buscan el bienestar del pueblo y la satisfacción de sus agremiados; pero, más bien, se unen en defensa de sus propias tropelías e intereses no confesados, pretendiendo el poder para sí o para otros, y así tener acceso a los recursos económicos y a la ganancia fácil.

Buscar la unidad como una virtud para los habitantes de esta Tierra, parece ser una quimera inalcanzable; con todo, los esfuerzos son valiosas aportaciones para arribar a acuerdos. Es menester abrir caminos que contribuyan a atemperar los males que agobian a una inmensa mayoría de quienes habitamos este globo terráqueo, siempre tan discordante en sus pretensiones y en sus formas de allanarlas.


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