Juan López Vergara
El pasaje del Santo Evangelio que nuestra Madre Iglesia ofrece para hoy, nos invita a contemplar lo más íntimo del Misterio Divino manifiesto en Jesús, a quien Juan Bautista primero designa como: ‘El Cordero de Dios que quita el pecado del mundo’, para terminar dando certero testimonio de que Jesús es el ‘Hijo de Dios’ (Jn 1, 29-34).
El Señor se acerca
Es de tal riqueza la escena de este Evangelio de San Juan, que nos limitaremos a comentar sólo su primer verso. Juan relata la primera aparición de Jesús en su obra: “En aquel tiempo, vio Juan Bautista a Jesús, que venía hacia Él” (v. 29a). El Evangelista muestra a Jesús en el acto de ‘venir’. Así, se cumple la anhelada esperanza de Israel anunciada por el Profeta Isaías: “Ahí viene el Señor” (Is 40, 10).
Dicho primer encuentro con Jesús fue una experiencia tan fascinante para el Bautista, que exclamó: “Éste es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo” (v. 29b). Es una expresión en la que se funden referencias a los cantos del Siervo de Isaías y alusiones al cordero pascual que se sacrificaba para conmemorar la liberación del éxodo. El Evangelista describe que la Redención operada por y en Jesús, implica un Misterio de Amor que procede de la total gratuidad divina, y se manifiesta siempre como una realidad hondamente experimentada. Juan invita a asumir la Cristología desde la Soteriología.
¡Ánimo, Yo he vencido al mundo!
El Precursor habla del pecado, en singular; se refiere al estado que suscita esa vivaz experiencia de que: “El mundo está roto” (Gabriel Marcel); ruptura que podemos reconocer en todas aquellas injustas situaciones económicas y sociales, generadoras hasta de guerras; ruptura que apunta al Mal en todas sus formas.
Ahora bien, el Evangelista ha conservado unas esperanzadoras palabras de Jesús, quien categórico afirma: “Os he dicho estas cosas para que tengáis paz en Mí. En el mundo tendréis tribulación. Pero, ¡ánimo, Yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33).
¡Nobleza obliga!
Para Juan, el sentido completo y definitivo de la Redención no radica únicamente en expiar, sino en vencer. Su sentido depende de su finalidad: la deificación del hombre, “porque tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16).
Jesús, el Cordero de Dios que ha venido hacia el Precursor, ahora viene hacia cada uno de nosotros, para ratificarnos el Sí de las promesas de Dios, pues en Cristo se colma toda esperanza. Por eso, cuando el Sacerdote presenta a Jesús en la Eucaristía empleando las palabras del Bautista: “Éste es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo”, nos exhorta a contestar, desde lo más profundo de nuestra experiencia creyente, como aquel noble Centurión: “Señor, yo no soy digno de que entres bajo mi techo; pero una palabra tuya bastará para sanarme” (compárese Mt 8, 5-13). El Santo Padre Francisco, en su Exhortación Apostólica La alegría del Evangelio, enseña que la Iglesia “vive un deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de haber experimentado la infinita Misericordia del Padre y su fuerza difusiva” (No. 24). ¡Nobleza obliga!
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