jueves, 30 de enero de 2014

Oremos siempre por nuestro cónyuge

Esposos y padres en defensa de la Familia


Julián Alberto Flores Díaz


Enfrentar una crisis familiar no es fácil. Cuando entre una pareja hay agresiones, violencia verbal y física, separación, ruptura de la relación y hasta divorcio, la tendencia general es la de culpar a la contraparte y maldecirla. No siempre se hace lo correcto, porque se está “cegado” por el rencor, la ira, y otras heridas emocionales.

A este respecto, desde enero del año pasado, un grupo de esposos y padres en situación de crisis familiar, empezó a promover reuniones mensuales para apoyo mutuo y crecimiento en la Fe, para hacer frente a diferentes situaciones adversas. El común denominador fue que todos teníamos una relación familiar con problemas, pero también la determinación de buscar un camino diferente al que ofrece el mundo.

¿Qué nos decía la razón en ese momento?: No luches, no vale la pena, hay otras muchas mujeres que pueden “consolarte”, busca una nueva relación, etcétera.

Sin embargo, ¿qué nos decía la Fe?: Ponte en manos de Dios, abandónate a la Voluntad y a la Misericordia Divina, conságrate a la Virgen María.



El grupo “Esposos y padres en defensa de la familia” se reúne el último martes de cada mes en las instalaciones de Valora, A.C.: Calle Isla Sazán #3164, Sector Juárez, Col. Villa Vicente Guerrero.



REMEDIO SEGURO


Entonces, nos trazamos un programa de trabajo, basado, en primer lugar, en la reconciliación con Dios, buscando la conversión personal, frecuentando los Sacramentos, iniciando mediante una Confesión profunda y sincera, conscientes de que Jesús está dispuesto a perdonarnos todo, cuando hay un corazón arrepentido, de verdad. En seguida, procuramos asistir a la Eucaristía, de ser posible todos los días.

La oración ha sido el fundamento de nuestro plan de acción. Nuestro compromiso, hacer oración todos los días, de preferencia frente al Sagrario o al Santísimo expuesto, ofreciendo nuestra vida diaria, trabajo, alegrías, tristezas, sufrimientos, desacuerdos, y todo lo que somos, a Cristo Crucificado, en reparación de nuestros pecados, faltas y abusos cometidos.

Pero, algo más: decidimos hacer oración por nuestras esposas e hijos, sin importar cuál fuese la situación de nuestro matrimonio. Orar por ellas en todo, poniéndolas en manos de Dios, no para que “las cambiase y las hiciese buenas con nosotros”, o para que “reconsiderasen y regresasen”, si era el caso. No, mucho más que eso, pedimos que la Gracia y la Paz de Dios estuviesen con ellas, con nuestros hijos y con nosotros mismos. Así de simple y de así de trascendente a la vez.


REFLEXIÓN Y PERSEVERANCIA


Por medio del Sacramento del Matrimonio, hemos sido partícipes de una Gracia especial, conferida por el mismo Jesucristo, cuando lo instituyó como un Sacramento de vocación. Pero estamos esa Gracia debe crecer en el día a día, en la donación mutua, por medio de la oración compartida. Sin embargo, nuestra naturaleza humana, llena de imperfecciones, puede poner nuestro matrimonio en peligro a causa de alguna crisis, y en consecuencia, anular las bondades de la Gracia sacramental.

El Catecismo de la Iglesia Católica (CIC) subraya que el diálogo, la oración, y en ocasiones alguna intervención especializada, pueden ayudar a salir de la crisis. La crisis en el matrimonio, no necesariamente significa el fin. Es una oportunidad de re-encontrarnos con Cristo. Quizás somos nosotros mismos quienes le hemos crucificado en el matrimonio, o quizás haya sido nuestro cónyuge, pero lo más probable es que hayamos sido ambos.

Por eso es importante que nos entreguemos a la oración, ofreciendo a Cristo nuestras fallas dentro del matrimonio, para que puedan morir junto con Él en la Cruz. Y una vez muertos al pecado, podamos revestirnos de hombres nuevos.

Mas, la oración diaria, constante, continua, no debe de confundirse como un ritual mágico que va a solucionar nuestros problemas, sino entenderse como la oportunidad de un diálogo sincero, profundo, con Dios, por medio de su Hijo Jesucristo, y mediante la acción del Espíritu Santo.

Tampoco debe confundirse la oración con una lista de peticiones para nuestro beneficio inmediato o como una cascada de palabras, llena de quejas y de amarguras, que nos hacen ruido y no nos dejan escuchar a Dios.

Dios promete sanar nuestra alma. Desde el Antiguo Testamento ofrece sanación, consuelo y alivio a quienes a Él acuden (Is. 57, 18). Y es su Hijo Jesucristo quien nos demuestra, en la Cruz, el remedio de la oración para AMAR, sanar y liberar.

Jesús mismo nos enseña que debemos salir de nosotros, de nuestro encierro, por medio de la oración: “Yo te ruego por ellos. No ruego por el mundo, sino por los que Tú me has dado; porque te pertenecen” (Jn. 17, 9). Es decir, debemos orar por nuestro cónyuge y por nuestros hijos, porque Dios nos los dio y a Él pertenecen.

Y para nosotros, debemos pedir la Gracia, el don de la sabiduría y la inteligencia necesarias para guiar a esa porción de su pueblo que Él nos encomendó: nuestra familia.


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