jueves, 2 de enero de 2014

La vocación del amor

Inscrita en todo el ser de hombres y mujeres


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Mons. Juan Antonio Martínez Camino

Obispo Auxiliar de Madrid


La “antropología adecuada” de la que partimos, tiene como afirmación, primero, el que la persona sólo puede conocerse, de modo adecuado a su dignidad, cuando es amada. “El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente”.

El Plan de Dios, que revela al hombre la plenitud de su vocación, ha de comprenderse entonces como una verdadera “vocación al amor”. Es una vocación ordinaria, anterior a cualquier elección humana, que está inscrita en su propio ser, incluso en su propio cuerpo. Así nos lo ha revelado Dios, cuando dice: “A imagen de Dios lo creó, hombre y mujer los creó” (Gn 1, 27). En la diferencia sexual está inscrita una específica llamada al amor, que pertenece a la imagen de Dios. Se trata, por consiguiente, de una llamada a la libertad del hombre por la que éste descubre, como fin de su vida, la construcción de una autentica comunión de personas.

De este modo, y con estos pasos, la vocación originaria al amor va a permitir la construcción de la vida del hombre en toda su plenitud. El Mensaje y la Palabra de Dios se insertan en lo más íntimo del corazón del hombre y lo iluminan desde dentro. Es, ésta, una característica esencial que debe guiar siempre el anuncio del Plan de Dios en la Pastoral de la Iglesia. Llamados al amor.


Vocación fundamental e innata de todo ser humano


Como imagen de Dios, que es Amor (Cfr. 1 Jn 4,8), la vocación al amor es constitutiva del ser humano. “Dios (…) llamándolo a la existencia por Amor, le ha llamado también al mismo tiempo al amor (…). El amor es, por tanto, la vocación fundamental e innata de todo ser humano”. La persona llega a la perfección, a que ha sido destinada “desde toda la eternidad”, en la medida en que ama. Cuando descubre que ha sido llamado por Dios al amor, hace de su vida una respuesta a ese fin.


Incluye la tarea de la integración corpóreo-espiritual


Ese hombre, creado a imagen de Dios, es todo hombre (todos y cada uno de los seres humanos) y todo el hombre (el ser humano en su totalidad unificada). El hombre es llamado al amor en su unidad integral de un ser corpóreo-espiritual. Nunca puede separarse la vocación al amor, de la realidad corporal del hombre. Los espiritualismos, a lo largo de la Historia, han sido destructivos y anticristianos. Igualmente, se supera todo materialismo: la sexualidad es un “modo de ser” personal; nunca puede reducirse a la mera genitalidad o al instinto; afecta al núcleo de la persona en cuanto tal; está orientada a expresar y realizar la vocación del hombre y de la mujer al amor. Se trata de una realidad que debe ser asumida e integrada progresivamente en la personalidad por medio de la libertad del hombre. Se da, así, una íntima relación de carácter moral entre la sexualidad, la afectividad y la construcción en el amor de una comunión de personas abierta a la vida. Ése es el sentido profundo de la sexualidad humana, incluido en la imagen divina.


Sólo la Redención capacita para vivir el Plan de Dios


Por el pecado, la imagen de Dios que se manifiesta en el amor humano se ha oscurecido; al hombre caído le cuesta comprender y secundar el designio de Dios. La comunión entre las personas se experimenta como algo frágil, sometido a las tentaciones de la concupiscencia y del dominio (Cfr. Gn 3,16). Acecha constantemente la tentación del egoísmo en cualquiera de sus formas, hasta el punto de que, “sin ayuda de Dios, el hombre y la mujer no pueden llegar a realizar la unión de sus vidas en orden a la cual Dios los creó ‘al comienzo’”.

La Redención de Cristo devuelve al corazón del hombre la verdad original del Plan de Dios y lo hace capaz de realizarla en medio de las oscuridades y obstáculos de la vida. Ese hombre,0 llamado a la comunión con Dios, pecador y redimido, es el hombre al que la Iglesia se dirige en su misión, y al cual debe devolver la esperanza de poder cumplir la plenitud de lo que anhela su corazón. “¿Y de qué hombre se habla? ¿Del hombre dominado por la concupiscencia, o del redimido por Cristo? Porque se trata de esto: de la realidad de la Redención de Cristo. ¡Cristo nos ha redimido! Esto significa que Él nos ha dado la posibilidad de realizar toda la verdad de nuestro ser; ha liberado nuestra libertad del dominio de la concupiscencia”.


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