martes, 31 de marzo de 2015

Los actores de la Pasión

Cardenal Juan Sandoval Íñiguez

Arzobispo Emérito de Guadalajara


Cristo SalvadorEl “responsable” número uno de la Muerte de Cristo -el inocente- es el Padre Dios, “que tanto amó al mundo, que le entregó a su único Hijo para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn. 3,16).

Fue el Amor de Dios Padre hacia nosotros el que no le detuvo la mano, como el Ángel se la detuvo a Abraham para que no sacrificara a su hijo Isaac (Cf. Gén. 22,11-12). En cambio, como dice San Pablo: “Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la Muerte por nosotros” (Rom. 8,32). La Muerte ignominiosa y cruel de Cristo es consecuencia también del Amor infinito de Dios por nosotros pecadores.


El que entregó su vida

También es autor de su Muerte, Cristo mismo que, en obediencia al Padre, aceptó libremente tan dolorosa Pasión y la Muerte misma. El Evangelista San Juan así nos lo refiere: “El Padre me ama porque Yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie tiene poder para quitármela; soy Yo quien la doy por mi propia voluntad. Yo tengo poder para darla y para recuperarla de nuevo. Ésta es la Misión que debo cumplir por encargo de mi Padre” (Jn. 10,17-18).

La Pasión es obra, también, del Amor de Cristo por nosotros, a quienes llamó amigos, no siervos, y estuvo dispuesto a darnos la prueba más grande del Amor que nos tiene: la del que da la vida por sus amigos (Cf. Jn.15,13-14).

La Santísima Virgen tuvo, asimismo, una parte muy importante y única en el drama de la Pasión, porque al aceptar con un “Sí” pronto y total, ser la Madre del Hijo del Altísimo, engendró en su seno bendito la Víctima para el Sacrificio, que alimentó, preparó y ofreció -traspasada de dolor- al pie de la Cruz.


Las entrañas del poder corrupto

Culpables del deicidio fueron los líderes religiosos de Israel: escribas, fariseos, saduceos y Sacerdotes del Templo, que persiguieron con odio y calumnias a Jesús, llevados de la envidia, porque el pueblo seguía al Profeta de Galilea.

Otro de los motivos de su inquina contra el Señor fue que les reprochara su hipocresía y falsa religiosidad. Cerraron sus ojos a la evidencia, sus oídos a las palabras de Cristo, y tergiversaron sus milagros. Y, por todo eso, conspiraron para quitarle la vida. Fueron ellos los que, reunidos en el Sanedrín, dictaron sentencia de muerte contra Jesús porque afirmó ser el Hijo de Dios.

Judas Iscariote es el prototipo de todos los traidores que, a lo largo de los siglos, por intereses bastardos, han traicionado a los amigos y han hecho fracasar las causas más nobles. Judas había sido elegido por Cristo como uno de sus Apóstoles para que fuera su amigo, su testigo y uno de los Jefes del nuevo Pueblo de Dios; pero ambicionaba el Poder, codiciaba el dinero, y por eso vendió a su Maestro por 30 monedas de plata y lo entregó con un beso.

El Procurador romano Poncio Pilato, político agnóstico, convenenciero y cobarde, que cuidaba más su puesto que la justicia, y que habiendo reconocido públicamente varias veces durante el Proceso la inocencia de Jesús: “Yo no encuentro delito alguno en este hombre” (Jn.18,38), sin embargo, por miedo a que los judíos lo acusaran ante el César, en lugar de dejarlo en libertad, mandó que lo azotaran y lo condenó a morir en la Cruz.

Herodes Agripa, Tetrarca de Galilea, reyezuelo lacayo de Roma, licencioso y superficial, pudo haber liberado a Jesús cuando Pilato se lo envió para que lo juzgara por ser galileo, pero no lo hizo; quería que Jesús lo divirtiera con algunos milagros o algo de magia y prestidigitación. Como Jesús no accedió, lo despreció, se burló de Él, y vestido de loco, lo devolvió a Pilato.


El pueblo judío. Nosotros

Culpable fue el pueblo judío, en general, por su volubilidad, que unas veces aclamaba a Jesús y otras lo abandonaba o amenazaba con apedrearlo; pueblo que, habiendo oído muchas veces con admiración predicar a Cristo y visto tantos milagros, no obstante, se dejó manipular por los líderes religiosos. El pueblo pudo haber salvado a Cristo, si no hubiera pedido la libertad de Barrabás, sino la libertad de Cristo; pero, azuzado por escribas y fariseos, gritó a Pilato: “Crucifícalo, crucifícalo”.

Los soldados romanos, ejecutores materiales de la sentencia, puesto que debían obedecer, fueron tal vez los menos culpables. Pero el exceso de crueldad y las burlas que añadieron de propia iniciativa, como la corona de espinas, la caña en la mano y el manto púrpura en los hombros, para hacerlo rey de burlas, golpearlo y escupirlo, fueron crueldades de las que no pueden ser exonerados; iniciativa de aquella gente inculta y acostumbrada a la violencia de la sangre.

No faltaron, sin embargo, algunos signos humanitarios, como cuando le ofrecieron para su sed un poco de vinagre, o cuando, viéndolo muerto, no le quebraron los pies. Tampoco faltó una cierta confesión de Fe, al ver las señales que acompañaron la Muerte de Jesús, pues el Centurión y los que estaban con él exclamaron: “Verdaderamente éste era el Hijo de Dios” (Mt. 24,54).

Por último, los principales culpables somos todos nosotros, pecadores, desde Adán hasta el último hombre que viva sobre la Tierra. Somos, a la vez, culpables y beneficiarios del mayor crimen que haya visto la Historia, pues Cristo vino como Cordero de Dios, para quitar los pecados del mundo. “Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz…” (Is.53,5).


Una obra de salvación

Como conclusión, veamos cómo el Bien y el Mal, el Amor y el odio, el pecado y la Gracia, se mezclaron en la realización de lo que es al mismo tiempo un crimen terrible y una obra estupenda de la Misericordia de Dios, que escribe derecho en renglones torcidos, y que lleva adelante sus Planes de Salvación, contando con nuestras miserias y pecados.

Dios, cuyo Poder, Sabiduría y Bondad son infinitos, no permite nunca el Mal si no es para sacar mayores Bienes.


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