Creo en la Comunión de los Santos
Cardenal Juan Sandoval Íñiguez
Arzobispo Emérito de Guadalajara
Comienza el mes de noviembre con dos fiestas religiosas que celebra la Liturgia de la Iglesia de forma solemne, pero que también son muy populares y conmemoradas por el pueblo a su modo; se trata del Día de Todos los Santos y del Día de Todos los Fieles Difuntos.
El primero de noviembre, Fiesta de Todos los Santos, no se reduce a los Canonizados por la Iglesia, sino que se extiende a todos los que murieron en la paz de Dios y gozan ya, en el Cielo, de la vida plena eternamente, en compañía de Dios y de sus Ángeles y Santos. Entre ellos, pueden contarse nuestros antepasados, parientes, amigos o bienhechores que vivieron en fidelidad y murieron santamente. La Fiesta se celebra en honor, sobre todo, de la Santísima Virgen María, Reina de Todos los Santos, para pedir su intercesión por nosotros, los que peregrinamos en este mundo, entre peligros de alma y cuerpo, hacia la Patria donde ellos se encuentran.
Ahora bien, el 2 de noviembre recordamos a Todos los Fieles Difuntos; o sea, las Benditas Ánimas del Purgatorio, de aquéllos que murieron reconciliados con Dios, pero no plenamente espiadas las penas debidas por sus pecados, los cuales se hallan en algún lugar o en algún estado de purificación para poder pasar hacia la ansiada visión beatífica.
Ese “Día de Muertos”, como se le llama popularmente, es recordado por muchos con visitas a los panteones, hasta donde llevan flores, música e incluso comida en honor de los difuntos, para provecho de los vivos. Hay, asimismo, mercadería de dulces en forma de calaveras y, desde luego, el tradicional “pan de muertos”, entre otras costumbres muy arraigadas.
Sucede que, en otros países, la muerte se trata de olvidar y hasta se le esconde; pero en nuestra Nación, sobre todo en el México indígena, se le celebra con jolgorio y hasta se hacen bromas con ella, mediante las famosas “calaveras”.
El auténtico sentido
Sin embargo, estas celebraciones tienen una finalidad importante que no debemos olvidar y sí poner en práctica, que es la de pedir a Dios por las Almas del Purgatorio para que se acorte el tiempo de su purificación y puedan pasar a la Gloria. Así lo recomienda la Palabra de Dios: “Orar por los difuntos, para que se vean libres de sus pecados, es una acción santa y conveniente” (2 Mac.12, 46), y así lo ha aconsejado siempre la Iglesia.
La de Todos los Santos y la de Todos los Fieles Difuntos son celebraciones que nos recuerdan el Misterio de la Iglesia y nos invitan a hacerlo vida en la oración, pues, como dice San Pablo: “Todos los bautizados en Cristo formamos un solo cuerpo, del cual Él es la cabeza y nosotros sus miembros”. Y también escribe: “Ya vivamos, ya muramos, del Señor somos”. Esto nos sirve para recordarnos que todos formamos una sola Iglesia, un solo cuerpo en tres estadíos: los que ya llegaron a la Patria, la Iglesia Triunfante; las almas que se purifican para poder llegar allá, la Iglesia Purgante; y los que peregrinamos en este mundo luchando por nuestra Salvación, la Iglesia Militante.
Así pues, en razón del Misterio del Cuerpo Místico de Cristo, en el que todos los miembros trabajan para el bien de ese Cuerpo, unos a otros podemos y debemos ayudarnos, sobre todo con la oración, tratando de santificarnos y de perfeccionar el Cuerpo de Cristo, a fin de que todos alcancemos la plenitud de la vida y la felicidad prometidas. Eso es precisamente lo que confesamos en el Credo cuando decimos: “Creo en la Comunión de los Santos”.
Hagamos, entonces, durante el tiempo de nuestra vida, oración y buenas obras para que podamos contarnos entre aquella multitud feliz que describe el Apocalipsis: “Y vi una muchedumbre que nadie puede contar, de todas las naciones y razasvestidos con una túnica blanca y palmas en las manos, que gritaban con fuerte voz: La Salvación es de nuestro Dios y del Cordero” (Apc. 7,9-10).
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