jueves, 24 de octubre de 2013

Dios no desprecia a un corazón contrito

Juan López Vergara


Nuestra Madre la Iglesia nos ofrece el día de hoy un texto exclusivo del Santo Evangelio según San Lucas, que nos enseña que nadie, absolutamente nadie, puede impedir a un pecador acercarse a Dios para implorar su perdón (18, 9-14).


Una ridícula plegaria

Yendo Jesús con rumbo a Jerusalén, contó una Parábola para motivar la conversión de quienes se consideraban intachables y despreciaban a los demás (véase v. 9). La Parábola narra que un fariseo y un publicano fueron al Templo a orar (véase v. 10). Nótese el contraste: mientras uno pertenecía a un grupo extremadamente religioso, el otro era un pecador declarado, un bandido con credenciales, pues los romanos, con tal de recabar impuestos, solían hacerse de la vista gorda y dejaban hacer de las suyas a los recaudadores.

A continuación, en sólo un par de versos se nos describe la actitud del fariseo: “El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ‘Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos y adúlteros; tampoco soy como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todas mis ganancias” (vv. 11-12). ¿Habrá algo más absurdo que agradecer a Dios por no ser como los demás hombres?


‘El que se humilla será enaltecido’

A continuación se describe la desemejante actitud del recaudador: “El publicano, en cambio, se quedó lejos y no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho, diciendo: ‘Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador’” (v. 13). Al parecer, aquel pecador no había olvidado una pieza del salterio, que conserva la oración de un arrepentido israelita que reconoce su pecado: “Dios quiere el sacrificio de un espíritu contrito; un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias” (Sal 51, 19). El desenlace es contundente: “Pues bien, Yo les aseguro que éste bajó a su casa justificado, y aquél no” (v. 14a).

Jesús ‘cerró con broche de oro’, “porque todo aquél que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (v. 14b).


‘No juzguen, y no serán juzgados’
Terminamos con una anécdota contada por el Padre Charles, gran Misionólogo, que puede ayudarnos a comprender el peligro que implica, a quienes por ser muy religiosos como aquel fariseo, nos creemos autorizados para juzgar a nuestros hermanos: “Cuando el Senegal se hallaba bajo la dominación francesa y existía un doble Tribunal, se produjo cierta vez una divergencia de fallos judiciales. El Tribunal francés, compuesto íntegramente de cristianos, condenó a un africano porque, al pasar junto a una finca, se atrevió a coger algunos frutos para dárselos a una mujer, a la sazón en cinta y a punto de caer extenuada. Fue sorprendido por el dueño, y denunciado. Se le condenó como ladrón. Entonces apeló al Tribunal indígena, que después de estudiar el caso con arreglo a su viejo código -pagano, por supuesto-, pronunció sentencia condenatoria contra el propietario de la finca por no haber socorrido ampliamente a una mujer que precisaba auxilios”. ¿Cuál de los dos veredictos presenta mayor consonancia con el Evangelio?…


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