Testimonios urbanos de Fe
Pbro. Modesto Lule Zavala
Misioneros Servidores de la Palabra
Antes de ser Misionero, yo no acudía mucho a Misa, pero un día tome la decisión y comencé a participar. Iba todos los domingos a la Parroquia del Sagrado Corazón, en Los Ángeles, California. Miraba a mucha gente ir en familia y a solas. Algunas veces me gustaba tanto la Misa, que me quedaba hasta tres seguidas en un mismo domingo. Y no era el único, pues no falta la viejecita que se queda a dos o tres Misas también para rezar por la familia o por sus diferentes necesidades.
Ahí conocí a una, era seria y fría en su mirada. Pronto me ubicó, y un día de tantos se me acercó, pero había un pequeño problema: ella era italiana y no hablaba mucho español, y yo no hablaba ni inglés ni italiano. A señas y a medias palabras entre inglés español e italiano platicamos algunas cosas. Tanto a ella como a mí nos gustaba llegar con mucho tiempo de anticipación. Yo perfeccioné mi inglés y pude entenderle mejor.
Un día me regaló un rosario. Yo no sabía cómo se rezaba, y se lo dije. En otro día, me obsequió un tríptico, una hoja donde se explicaba cómo rezarlo en español. Así empecé. Lo hacía a escondidas cuando iba por la calle. Tenía miedo a la burla. De mi casa a mi trabajo, en las mañanas, cuando estaba en el parque o antes de dormir rezaba, siempre con miedo a la crítica. Un día en la mañana, cuando me dirigía a mi trabajo, miré que mi acompañante de asiento en el autobús se escondía un poco para leer un pequeño libro que apenas cabía en sus manos. Mi curiosidad fue tanta, que me doblé un poco hacia atrás para ver qué era lo que leía. Me alegré al ver el título de su librito: «Santo Rosario». Yo no pude más que sonreír para mis adentros. Me alegré como cuando encontramos a un familiar después de mucho tiempo. Me sentía identificado. Yo abrí un poco mi puño y vi mi rosario y el número de cuenta que llevaba. La Estación donde yo bajaba estaba ya cerca, y antes de ponerme de pie para bajarme del autobús, le di un pequeño codazo a mi acompañante (que, dicho sea de paso, no conocía, pero desde ese momento me sentí unido a él); volteó a mirarme, sorprendido y nervioso por sentirse descubierto. Le mostré lo que llevaba en mi mano: mi rosario. No me detuve a ver la expresión de su rostro, pero espero y haya sido como la mía.
Infinita alegría al sentirme unido con otra persona que rezaba el Rosario en el mismo momento, en el mismo autobús y con un mismo corazón.
La oración nos une y nos hace hermanos unos con otros.
No dejemos de rezar en ningún momento, aun cuando vamos caminando, viajando o cuando vamos a dormir. Cuando se reza, nos enlazamos con Dios.
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