GUADALAJARA ARQUIDIÓCESIS: 150 AÑOS DE ANDADURA
Durante su largo pontificado de tres décadas, Monseñor Loza restauró una comunidad lacerada por veinte años de jacobinismo por cuenta de los caudillos liberales, incluido entre ellos el mismísimo Emperador Maximiliano de Habsburgo.
Pbro. Tomás de Híjar Ornelas
Cronista de la Arquidiócesis
No deja de ser curioso que los dos primeros Obispos de Guadalajara llevaran el nombre del Príncipe de los Apóstoles: Pedro Gómez Maraver (1548-1551) y Fray Pedro de Ayala, Religioso de la Orden de Frailes Menores (1561-1569), y que mucho tiempo después, otro tanto sucediera con los dos primeros Arzobispos: Pedro Espinosa y Dávalos (1854-1866) y Pedro Loza y Pardavé (1868-1898), del que nos ocuparemos en este Artículo. También es de tomarse en cuenta que a estos últimos les cupiera el honor de conocer, tratar y colaborar de cerca con el Papa Pío IX.
Pedro José de Jesús Loza y Pardavé nació en la Ciudad de México en 1815, todavía como súbdito del Trono de España. Se lo llevó a su Diócesis de Sonora, con sede entonces en Culiacán, el recién electo Obispo don Lázaro de la Garza y Ballesteros, quien lo ordenó Presbítero en 1838, y poco después lo nombró Rector del Seminario sonorense. Años más tarde, en 1852, también él lo recomendaría para sucederlo, luego de su promoción a la Arquidiócesis de México.
Importante actividad pastoral
Al filo de su edad cuadragenaria, don Pedro Loza fue electo octavo Pastor de aquella Sede norteña, sufragánea de la de Guadalajara, donde se ganó fama de prudencia. Poco después, se le asignó la Mitra tapatía, el 22 de junio de 1868, Metrópoli a la que arribó vibrando aún el estrepitoso fracaso del segundo Imperio mexicano.
Seis meses después, participó en Roma del Concilio Ecuménico Vaticano I, Asamblea interrumpida de forma brusca, y de la que el Prelado retornó con la experiencia de la colegialidad eclesial y mucho ánimo para renovar las estructuras pastorales, al grado de que en los restantes años de su gestión edificó cien templos y facilitó la creación de los Obispados de Colima (1881), Tepic (1891) y Aguascalientes (1899), jurisdicciones hasta entonces de la Arquidiócesis jalisciense.
En su tiempo se edificó en Guadalajara un templo cada año; cuatro los elevó a Santuarios: San José de Gracia, El Carmen y La Merced, así como otro dedicado al Sagrado Corazón de Jesús, y comenzó la construcción del Templo Expiatorio Eucarístico Diocesano. Para la atención de las barriadas de la capital se edificaron también los Templos de San Miguel del Espíritu Santo, La Purísima Concepción, La Santísima Trinidad, San Martín de Tours, San Antonio de Padua y San Rafael Arcángel, abarcando con ello los principales puntos cardinales de las periferias emergentes.
Entre sus obras sociales destacan el Asilo del Sagrado Corazón y el Hospital del mismo nombre; el “Patronato de San José Obrero”; la Casa de Ejercicios de Los Dolores; el Colegio de La Preciosa Sangre; el Orfanatorio de La Luz, y los Hospitales de la Beata Margarita María y el de San Camilo. También se erigió la Escuela de Artes y Oficios del Espíritu Santo.
Sin embargo, la obra material que sintetiza sus afanes y que solventó con sus propios recursos, fue el Seminario Diocesano Mayor, entre los años 1892 y 1902, así como la relevante obra educativa y evangelizadora a través de las Escuelas Parroquiales en prácticamente todo el Estado de Jalisco. Tan sólo en la Capital tapatía sostuvo 18 de ellas.
De grata memoria
La nota distintiva de su Gobierno eclesiástico, según recuerda el Historiador y Cronista Alberto Santoscoy fue, hemos apuntado, la prudencia. No en balde, al sobrevenir el deceso del Arzobispo Loza y Pardavé, en 1898, participó en el cortejo fúnebre la Sociedad entera, incluyendo al Gobernador Luis del Carmen Curiel. Muy pronto, el Ayuntamiento de Guadalajara le dedicó el nombre de una de las céntricas calles principales, en el Sector Hidalgo, justamente la inmediata siguiente, hacia el Poniente, de la Avenida Fray Antonio Alcalde, otro egregio Pastor de esta Iglesia Diocesana. Sus restos descansan en la Capilla de La Inmaculada, de la Catedral Metropolitana, también conocida como “del Santísimo”, y que fue acondicionada precisamente en su tiempo de Arzobispo.
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