Luis Sandoval Godoy
166- De esa tos murió mi perro
Me estoy acordando y se me nublan los ojos de tristeza. Se llamaba Capulín. Ese nombre se le ocurrió a mi hermano el chico, el día que le regalaron el cachorrito.
Todos estábamos encantados con el animalito, y el tal Capulín lo sentía y bien lo agradecía a saltos, echando brincos y moviendo la cola sin descanso.
Pero llegaron los fríos; los vientos helados sacudieron el fresno; las puertas se golpeaban unas con otras, y el pobre chucho vino a enfermar y no tuvo alivio.
Las enfermedades del hombre, como las de los seres irracionales, son a veces irrefrenables. Hoy sólo queda el recuerdo al hablar de la feroz y atroz tos del Capulín.
167- Después de vejez, viruelas
Éjele ya, éjele tú. No te acordabas que las odiosas viruelas son una enfermedad que persigue sólo a los chicos, y a veces carga con ellos al camposanto.
El que está durito, cargadito de años, ya se libró. Allá quedaron las fiebres, los mareos, las purulencias, las marcas odiosas que producían las viruelas.
Y me dijo don Beto el de las paletas: no cantes victoria; a veces también a los viejos les llegan: de repente, quién sabe de dónde, asoma aquel mal olvidado.
Pero el aviso tiene otro sentido: habla de ancianos “rabo verde” que, con su carga de años, caen en tropelías y abusos que solían ellos mismos cometer en otra edad.
168- Dimos la estampida
Íbamos por el camino blando y parejo que viene sombreándose en los encinos que crecen abajo de la loma y ofrecen el regalo de su fronda, negra de tan verde…
Y ¡póntelas!, que oímos los truenos y vimos el polvaderón de aquel tropel de hombres a caballo, con el rifle en la mano y los sombreros arriscados.
Nos paramos en seco y dimos la estampida… Esto equivale a tener la rapidez y la fuerza de un relámpago para ponernos a salvo de un temible ataque.
Una experiencia que bien debe aplicar el ser humano en situaciones de riesgo, en esa corriente de amenaza y de muerte que golpea hoy la armonía del pueblo.
169- Desde que Dios amanece
Nuestros mayores tenían el nombre de Dios en los labios; pensaban en la asistencia divina; invocaban la Celestial Providencia en todos los actos de su vida.
Ya sabían que la luz de cada mañana es un regalo del Señor y bendecían su nombre; imploraban su auxilio y demandaban los asistiera a cada paso.
Un espíritu de Fe hacía a nuestros antepasados ver a Dios en la aurora y en el ocaso, en los rayos radiantes del Sol y en la gris y suave tenuidad de la Luna.
Y esta actitud de Fe venía a reflejarse, a motivar y a dar rumbo a todas las acciones humanas, animadas de este modo en un aliento de devoción, de alabanza y amor.
170- Dios no se queda con el trabajo de nadie
Nos dijeron: háganlo por Dios. Vean en sus hermanos necesitados al mismo Cristo, que dijo: “Lo que hicieren por ellos, es como si lo hubieran hecho por Mí”.
Con esa garantía, sepamos que el Amor de Dios a quien no vemos, ha de verse en el amor y el servicio a nuestro prójimo como a nosotros mismos…
Lo anterior da la explicación y la certeza de que nuestros actos en bien de los demás tienen la fuerza de una promesa divina que no puede fallar.
Así, hasta el oculto ademán, la palabra de afecto y el hecho de tender la mano a quien requiere de nosotros, tendrá respuesta en una dimensión de eternidad.
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