In Memoriam
Luis de la Torre Ruíz
No me sorprendió la muerte de mi amigo Alfonso de Lara Gallardo. Él ya la esperaba desde hace diez años. Él fue para mí un modelo de hombre a la altura del más honrado de los seres que se debate entre dos poderosísimas manifestaciones de llegar a Dios: la religiosidad y el arte. El duelo debió haber sido desgarrador entre el apartado y casi silencioso trapense y un miguelangelino deseo de pintar una Capilla Sixtina con la Historia infinita de la Ciudad de Dios. Seguramente ambas ambiciones estaban más allá de su alcance, pero él navegaba con gran fe, aun sabiendo que jamás tocaría las estrellas que lo guiaban.
Grata remembranza
Durante ocho años, diariamente tuve la incomparable fortuna de convivir con un amigo de tan clara y sincera calidad humana como lo era el señor De Lara. Su frente amplia, sus ojos despiertos, su sonrisa a flor de labio, dibujaban esféricamente una personalidad que irradiaba bonhomía. Fuimos compañeros de trabajo en el Departamento de Dibujo del Periódico El Informador. Nuestro Jefe era el señor Juan Fernando Zuloaga, una persona culta, aristócrata, de gran sensibilidad para el arte y la amistad, que gustaba de impulsar a todo aquel en el que veía talento para la Literatura y las Artes.
La calidad dibujística de don Alfonso era indiscutible. Dominaba, como pocos, la dúctil plumilla Sterbrook, mojada en aquella tinta china Higgins negra, que para él era algo tan noble como la misma sangre. Su limpio esgrafiado, con gran economía de líneas, le daba vida lo mismo a un grupo de mujeres dolientes que al estípite de una esquina barroca con un San Cristóbal en el nicho. Gustaba de seguir con su pluma el perfil de La Piedad o el Moisés de Miguel Ángel, así como gustaba también de copiar las tiras del cómic “El Príncipe Valiente”, dibujado por Harold Foster, a quien llegó a escribirle para obtener uno de sus originales al precio que fuera. Foster le contestó dándole las gracias por la admiración a su trabajo, pero sin poder mandarle originales, que pertenecían a King Features Syndicate. No obstante le enviaba un apunte, que De Lara guardó como reliquia.
El señor Zuloaga le puso un reto para superar la rutina de un trabajo como dibujante comercial: el color. Y le pidió que se pusiera a pintar paisaje a la acuarela durante un año, para ver si había en él pintor o no. De Lara aceptó el reto. Domingo a domingo, se puso a pintar en la Barranca de Oblatos, recogiendo en el papel Fabriano el cambiante colorido de la Naturaleza en sus cuatro Estaciones. La profundidad de la Barranca, las todavía limpias y caudalosas aguas del Río Santiago, los perfiles violetas, los verdes esmeralda y los ocres de oro fueron captados con gran emoción y habilidad para una primera gran Exposición en el Teatro Degollado.
El otro fino perfil
Había pintor. Pero también había otra cosa: una quemante inquietud por lo trascendente. El señor Alfonso de Lara no era casado. No se casaría nunca. Su vida no dejaba de ser virtuosa, sobria, casta, sin vicios, ni alcohol ni mujeres. Hubiera querido seguir a Cristo, pero ahora se veía con la fortuna y la gloria en sus manos como pintor. Sentía pesadamente el diálogo del Evangelio entre El Maestro y el joven rico: “Deja todo lo que tienes y sígueme”. Venía la duda: ¿Cómo renunciar? ¿Cómo ser un Gioto, un Fra Angélico, un artista místico? Su segunda Exposición sería un Viacrucis en acrílicos, a base del puro rostro del Nazareno… Su fama crecía y su obra se valoraba.
Pero él traía otra adicional inquietud y le escribía unas letras a Thomas Merton, en Getsemaní, Massachusetts, Estados Unidos, pidiéndole consejo sobre su deseo de hacerse Monje. Comentaba conmigo su angustia, y me dio a leer La montaña de los siete círculos, la autobiografía del Trapense, y me leía pensamientos del mismo Merton: “Mi Señor Dios, no tengo idea hacia dónde voy. No veo el camino frente a mí. No sé de seguro en dónde acabará. Ni yo mismo lo conozco, y el hecho de que yo pienso que estoy siguiendo tu Voluntad no significa que de verdad eso es lo que hago”.
Su viaje a Tierra Santa lo llenó de optimismo. Regresó como iluminado y emprendió entonces la tarea de una pintura mural religiosa en la que pretendía abarcar Dogma, Teología, Apocalipsis, la Historia de la Humanidad; todo centrado en la Persona de Cristo.
La pintura de don Alfonso no pertenecía ni a la Escuela mexicana ni a la Ruptura ni al Abstracto, así que la crítica pedante, elitista, selectiva o de capilla, no lo tomaba en cuenta, lo cual lo tenía sin cuidado. Él había hecho su mundo en su gran Estudio, construido con vista a la Barranca. Si era ignorado nacionalmente, era, en cambio, apapachado en su Guadalajara de Los Colomitos lejanos, la de los Alcatraces al revés (su Catedral), la del limpio olor a tierra mojada.
…Pero el hombre no era feliz. Le atormentaba profundamente la idea de León Bloy: “No hay más drama que no ser santo”.
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