jueves, 23 de octubre de 2014

Un gran Bardo, mirado por un gran Escritor

El ministerio sagrado de un poeta: “placencia pueblerino”


El servicio presbiteral de Alfredo R. Placencia, recreado en la prosa poética de Luis Sandoval Godoy


Pbro. Tomás de Híjar Ornelas

Cronista Arquidiocesano


placencia pueblerino (1)Han debido pasar ochenta años de la muerte del jalisciense Alfredo R. Placencia Jáuregui (1875-1930) para que el reconocimiento público de una Casa Editorial suprema como es el Fondo de Cultura Económica le hiciera justicia publicando en el año 2011 su Poesía Completa, coleccionada de forma entrañable y exhaustiva por el Mtro. Ernesto Flores Flores (1930-2014). Gracias a ello, la inspiración del Bardo resuena ahora más allá del horizonte literario regional y de los pocos versos conocidos de su obra, cargada toda de melancolía y ocaso.

Sigue pendiente, en cambio, la valoración integral del hombre que, además de Poeta -o gracias a ello- fue Sacerdote, y nadie mejor que Luis Sandoval Godoy para ofrecernos en su más reciente libro un repaso amoroso del itinerario ministerial y de la dignidad con que lo desempeñó, redondeando lo expuesto por él mismo no hace tanto en otro, cuyo título es ‘Alfredo R. Placencia. Dolor que canta’ (La Casa del Mago, 2009).

En efecto, ‘Placencia pueblerino’ (Procrea, 2014), nos lleva no sólo por casi todos los veintitantos destinos donde este Clérigo alteño, oriundo de Jalostotitlán, ejerció su ministerio en los poco más de 30 años de pertenecer al Clero de Guadalajara, sino también por los recovecos donde fue desgarrando su estro: el de la parentela que se le fue extinguiendo, el de su honda emotividad, el de los reveses del tiempo y el de la persecución religiosa.

‘Placencia, pueblerino’, es un libro dedicado al Sacerdote-Poeta que eleva su talla a una dimensión que sólo Sandoval Godoy pudo alcanzar, por dos motivos: haber conocido y compartido los meandros y el piélago del Seminario Conciliar de Guadalajara, y también por las fatigas del no largo servicio -tronchado de forma prematura por la muerte-, que prestó al Presbiterio tapatío un colateral suyo, el Padre Enrique Sandoval Godoy.


Detrás de la Cruz está el Diablo

Apenas sale al público ‘Placencia, pueblerino’, se presenta otro texto, bajo el auspicio de la Universidad de Guadalajara: ‘Ha terminado el sueño… Temaca en la poesía de Alfredo R. Placencia”, en impoluto diseño editorial de Avelino Sordo Vilchis, que hubiera sido del todo oportuno si, en su Prólogo, Cándido González Pérez no se hubiera dedicado a vomitar calumnias en contra del quinto Arzobispo de Guadalajara, el Siervo de Dios Francisco Orozco y Jiménez, al que luego de confinar al Purgatorio, lo califica de malévolo; de haber sido el enemigo más hostil de Placencia condenándolo al exilio; de decir que los Poetas no sirven para nada y hasta de haber mandado destruir sus manuscritos. Dice también que los destinos sacerdotales del Vate Alfredo fueron otros tantos castigos, y que gozó del amor prohibido de una amante.

La cereza de tal pastiche la remata Hugo Gutiérrez Vega con otras líneas liminares en las que el laureado Académico tapatío, sin tomarse la molestia de preguntar si hay novedades en el tema, adereza la leyenda negra del Sacerdote-Poeta diciendo que “por razones que nunca explicó el Arzobispado” se confinó a Placencia a “Parroquias lejanas en pueblos casi abandonados” como Temacapulín, Bolaños, Atoyac y Amatitán (¡!) Afirma, categórico, que fue un Clérigo concubinario y además suspendido de su ministerio, y que vivió de la venta de tamales que expendía su querida, hasta que “el iracundo Arzobispo” Orozco y Jiménez se ablandó, permitiéndole pasar sus últimos días “en la miseria, sordamente desesperado”.


Calumnia, que algo queda

Si todas estas perlas de la impostura descansaran solamente en la malignidad de los díceres, pasen, pero que lo hagan ignorando el expediente sacerdotal de Placencia, al que hace cinco años recurrió Sandoval Godoy en ‘Dolor que canta’, donde constata no sólo las cordiales relaciones del Poeta con sus Superiores, sino también la deferencia que le tuvieron y lo terrible de la persecución religiosa de 1914 en adelante, y donde no se cuestiona su celibato, pues por el hecho de haber engendrado un hijo no se sigue una relación concubinaria, y lo honroso que fue para un Sacerdote no arribista brindar sus servicios en destinos pueblerinos sin sentirse por ello proscrito, como absurdamente afirma alguien que ha recorrido el mundo a la sombra del servicio diplomático, y ahora cosecha sin rubor reconocimientos públicos, vengan de quien sea.

Mucho queda por aclarar de la vida del Presbítero Alfredo R. Placencia y mucho por remover de esa mugre con la que embadurnó su memoria Luis Vázquez Correa, custodio, con sabrá Dios qué título, de sus poemarios inéditos y primer divulgador de su obra póstuma, quien, él sí, con sobrados motivos personales para aborrecer al Arzobispo Orozco y Jiménez por haberle negado el Orden Presbiteral, fraguó la versión que siguen explotando los que insisten en ver lo incómodo de nuestro preclaro Bardo.

Que lo pregonen los maliciosos se explica, pero que los Académicos se eximan de conocer y valorar los documentos coetáneos que nos revelan de Placencia todo lo contrario: el amor a su ministerio, su búsqueda incesante de Dios, el fervor genuino y el drama personal asumido de forma discreta y consecuente hasta el fin de sus días, es, al menos, impertinente, impropio.


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