Querida Lupita:
Te escribo desde Roma, en donde tuve el privilegio de vivir el momento histórico de la Canonización de nuestros dos queridos Papas. Fue una emoción que no puedo describir. Pero me dio una tristeza enorme el ver un Programa de Televisión que hablaba necedades sobre la Madre Teresa de Calcuta y Juan Pablo II, señalando la “hipocresía” de la Iglesia. Unos conductores enconados en contra de nuestra Fe se dedicaron a manchar todo lo bello que hemos vivido. Eso hace daño a la Iglesia y, francamente, me deprime. ¿Por qué nadie habla para taparles la boca?
Adriana P.
QUERIDA HERMANA EN CRISTO, ADRIANA:
Los cristianos no devolvemos mal por mal; por el contrario, oramos por nuestros ofensores.
Es totalmente predecible que se ataque virulentamente a la Iglesia cuando surge un faro de luz tan grande como el que forman Juan XXIII y Juan Pablo II. Su Canonización es y será fuente de bendiciones abundantes para la vida de todos nosotros.
No se trata de ponerlos en el Altar para que busquemos favores de ellos en forma supersticiosa. La verdadera veneración consiste en imitarlos.
Conocer sus vidas, sus luchas, su fidelidad al Evangelio; reconocer que su cercanía ante Dios les hace grandes intercesores, es lo que nos hará recordar que todos hemos sido creados para ser Santos. El Concilio Vaticano II, en el que ambos fueron pieza fundamental, quiso recordarnos esta verdad: sin santidad personal, la Iglesia se resquebraja.
Sin embargo, ha habido tantos abusos y malas interpretaciones de este Concilio, que un gran número de Sacerdotes, Teólogos y Maestros dejó de enseñar este llamado universal a la santidad por considerarlo un ideal inalcanzable que tan sólo generaría culpas. Quisieron hacer las cosas más fáciles para las personas diluyendo o eliminando esta gran meta, y lo que consiguieron fue exactamente lo opuesto: no han hecho la vida del hombre más fácil, sino más difícil.
El Papa Francisco está encarnando en sí mismo la Verdad revelada por Jesucristo: “Estamos aquí para amar, para ir al encuentro de los que sufren, para ser Santos!”
Al colocar en los Altares a San Juan Pablo II y a San Juan XXIII, dos Papas misericordiosos, se nos propone vivir esa santidad a la que todos estamos llamados. Somos partícipes de la vida divina por don inefable de Dios. Él ha querido llamarnos a la vida eterna, y éste es nuestro propósito esencial, el verdadero sentido de nuestras vidas. Cuando los hombres dejan de ver este fin, se oscurece su visión y entra la angustia y la depresión desesperante.
La gran figura del Renacimiento italiano, Miguel Ángel, tenía una frase tan fuerte como verdadera: “El verdadero peligro para la mayoría de nosotros no es que apuntemos demasiado alto y fallemos, sino que apuntemos demasiado bajo y acertemos”.
Comprendamos que el drama del mundo moderno es haber olvidado la grandeza de nuestra dignidad. No somos aves de corral; estamos diseñados para alcanzar la mayor altura y volar tan alto como las águilas reales. No podemos sucumbir a una vida de vicios, de desorden y violencia; debemos aspirar a la virtud. Nuestro mundo no necesita sólo buenas personas para transformar su faz, requiere hombres y mujeres íntegros, honestos, conscientes de su destino eterno, decididos a ser héroes, a dar la vida por los demás, a dejar el pecado atrás y conquistar una vida de Gracia, ¡a ser Santos!
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