A SAN JUAN XXIII
(En su Canonización)
Fotos:
Pbro. Paulino Coronado Campos
Enviado especial a Roma
Textos:
Francisco Javier Cruz Luna
Yo era un niño cuando tú, Juan,
gobernabas la Iglesia del Señor,
y ya tus muestras de bondad pululaban por el mundo como signos de amor.
Amor que te impulsó a decir ‘Sí’,
al ser llamado para efectuar
tan sublime misión, y fue así
que a Dios te pudiste entregar.
Amor que se tradujo en fuerza
divina para poder hacer frente
al reto que, de dimensión inmensa,
asumías obedientemente.
A pesar de tu avanzada edad,
no titubeaste ni un momento;
tu confianza en la fidelidad
divina, fue tu firme fundamento.
El mundo te llamó el ‘Papa Bueno’,
por tu singular corazón de Pastor;
lo mostrabas en tu rostro sereno
y en tu sonrisa de dulce candor.
No obstante, actuaste con valor
ante los desafíos que el mundo
y el Enemigo, cruel destructor,
te presentaba desde lo profundo.
Fuiste guiado por el Espíritu,
a quien siempre escuchaste,
y con gran fortaleza e ímpetu,
eminente obra iniciaste,
Abriéndole las viejas ventanas
de la Iglesia para que entrara,
con su viento y su brisa tempranas,
y su renovación comenzara.
Con gran valentía convocaste
al Concilio a la Iglesia total,
y con ello el camino trazaste
de su renovación esencial.
Hoy en día, ella misma ya evoca
el heroísmo con el que viviste,
y la santidad, que hoy te coloca
la corona que de Él recibiste.
A SAN JUAN PABLO II
(En su Canonización)
Elegido desde la eternidad
para reflejar la imagen santa
de Jesús, Camino, Vida y Verdad,
el Buen Pastor, que amor implanta.
Comprendiste tú, desde muy temprano,
que tu llamado era trascendental,
pues llevarías, sí, de la mano
sabia, a la Iglesia Universal.
Fogueado en el sufrimiento
de tu niñez, juventud y madurez;
dotado del divino aliento,
actuaste con grande intrepidez.
Al ungirte, Juan Pablo Segundo,
como Sucesor de Pedro Apóstol,
te motivó el que un nuevo mundo
aparecería bajo el Nuevo Sol.
Que serías de Él, gran instrumento,
para hacerlo brillar en la Tierra.
Y te pusiste en movimiento;
sabías que dura sería la guerra.
Viajaste a través de toda ella,
llevando su luz, su paz y su amor,
dejando una estela muy bella:
la presencia de nuestro Salvador.
Escondías en lo profundo el dolor
que te causaban los que rechazaban
con indiferencia o con gran rencor,
a Quien tus palabras proclamaban.
No obstante, honda huella dejaste
en millones de nobles corazones,
de aquellos que evangelizaste,
llevándoles grandes bendiciones.
Con tu sabia diplomacia divina,
influenciaste a gobernantes
para renunciar a la inquina, y
así, entonces, hacer las paces.
Por ello, y por tantos sucesos más,
la Iglesia te ha reconocido
como Santo, y así pervivirás
en nuestra vida, ‘amigo’ querido.
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