viernes, 23 de mayo de 2014

De juicios… y enjuiciados

Tres ateos “consentidos”


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¿Es posible profundizar en la absoluta sinceridad de un ateo? ¿Qué sabemos sobre su más íntima y verdadera relación con Dios? El hecho de que lo nieguen, lo ignoren o lo ataquen no los excluye de ser creaturas amadas por su Creador. Ahora que bien podemos definir una amplia gama de ateos: los hay ignorantes y tontos; inteligentes y soberbios; cultos y pedantes; engreídos y groseros, como los hay también sufriendo, hasta la médula de sus huesos, la idea de un Ser Supremo.

Tal experiencia espiritual oculta, misteriosa, se da en aquellas almas fuertes que, negando o ignorando a Dios, están en íntimo contacto con Él a través del dolor. El dolor los hace, necesariamente, sentir sus limitaciones y dependencia de una Voluntad Superior. Decía Simone Weil: “Cada vez que sufrimos un dolor, podemos decir con verdad que es el Universo, el orden del mundo que nos entra en el cuerpo”.

Yo me encuentro con tres ateos “consentidos”. Consentidos de la infinita Misericordia de Dios por su sinceridad, su amor a la Naturaleza, su ansiosa búsqueda de la Verdad y, sobre todo, por el sufrido cilicio del dolor físico, la locura, y aun el suicidio con que enfrentaron su existencia. Vincent van Gogh, Federico Nietzsche y Frida Kahlo no son creaturas del Mal; por lo contrario, ellos son ejemplos poderosísimos de sensibilidad e inteligencia, ejercidas a plenitud en las más altas esferas del Arte y la Filosofía, sufriendo con estoicismo un intenso dolor físico, dolor extrañamente purificador. Carlos Onetti dice que no puede creer que se conceda el Paraíso a espíritus que no han alcanzado un cierto grado de perfección, y ese grado no se alcanza sin dolor.


VAN GOGH es hijo de un Pastor puritano. Su formación de hogar es religiosa, y de joven pretende ser Predicador, pero su voz no le ayuda para hacerles llegar a mineros y campesinos belgas y holandeses el conocimiento de Cristo. Reflexiona y decide que él no es para eso. Sin ser ni presumir de ateo, sí deja de lado el Evangelio y, hasta cierto punto, su Fe. Y empieza a dibujar y a pintar. Sus temas y modelos son la miseria, la pobreza extrema de familias faltas de abrigo, de pan… y de caridad.

Se inspira en Millet y en Daumier, pero con mayor sentimiento de solidaridad hacia el pobre dejado de la mano de Dios. Su pintura va desde unos zapatos viejos, una silla de tul, una estancia humilde con una cama ocupando medio espacio y un discreto cafetín hacia la calle solitaria, hasta el esplendor del campo en sus más vivos matices. Descubre el color, el color “Van Gogh”, y con ello, la Naturaleza desde una óptica genial. Los girasoles, el trigal, la noche estrellada en pinceladas que son toda una creación, más allá de los impresionistas, regocijan su espíritu.

En dos meses pinta 70 cuadros. Su obra total la pintaría en tan sólo cinco años, de los 34 a los 39. Apenas vendió un solo cuadro en su breve vida. Su hermano Theo es el único que cree en él. Durante ese mismo tiempo, sería recluido varias veces en el Manicomio de Aubrey. Conocería la histeria, la epilepsia, la depresión. Y luego de varios intentos, se iría por la puerta falsa. No hizo mal a nadie, ni siquiera a Gauguin, salvo el lóbulo de su propia oreja. Amó la luz y la Naturaleza profundamente y le regaló a la posteridad Arte y belleza pura. A su reencuentro con Dios contaría, en su balanza, con la Misericordia.


DE NIETZSCHE sólo sabemos popularmente que dijo: “Dios ha muerto”, pero esa frase está fuera de contexto. La idea se complementa con: “nosotros lo hemos matado”. Ese Dios, supuestamente muerto, acompañaría al brillante Filósofo hasta el final de sus días. Al tratar de deshacerse de Él a toda costa, arremete contra el Cristianismo que predica la muerte como puerta al Paraíso. Nietzsche quiere ser feliz plenamente aquí en la Tierra e inventa una fórmula: la del superhombre. Un tipo de hombre absolutamente libre de prejuicios y cadenas espirituales. Algo que sólo lograrán unos pocos elegidos, pues la Humanidad entera es decadente y corrupta.

Nietzsche hace enormes y razonados esfuerzos por desprestigiar las ideas de Dios, de Redención y de Eternidad. Está siendo sincero en el uso de su libertad. Pero Dios no lo abandona. Está cerquita de él. Su pensamiento filosófico y el desarrollo de su virulento ateísmo se detienen y ausentan en largas temporadas de dolor. La migraña le hace estallar la cabeza. El superhombre no es capaz de superar sus limitaciones. Depende de algo fuera de él; del más allá, del que tanto reniega. Su poderosa inteligencia también sufre un trastorno. Dios no ha muerto y lo espera en la Eternidad.


FRIDA KAHLO no conoce más dios que su voluminoso Diego, el mismo que escribe en el Mural ‘Domingo en la Alameda’: “Dios no existe”, letrero que pone en manos del Nigromante, Guillermo Prieto. Frida es hija de un fotógrafo alemán ateo y de una devota oaxaqueña que la enseñó a rezar el Santo Rosario en familia y a hacer su Primera Comunión. Desde niña, Frida conoce el dolor y la duda. Sufre la poliomielitis, que encogerá su pierna derecha, y le escribe a su novio Alejandro Gómez Arias: “Fíjate que me fui a confesar ayer en la tarde, y se me olvidaron tres pecados, y así comulgué; y eran grandes. Ahora a ver cómo hago, pero es que se me ha metido no creer en el confesionario, y aunque yo quiera, ya no puedo confesarme bien. Soy muy burra, ¿verdad?” La sensibilidad, la inteligencia y la libertad entran en efervescencia en aquella despierta jovencita que empieza a descubrir un mundo por demás positivista en la Escuela Nacional Preparatoria, al tiempo que conoce al sensacional Muralista Diego Rivera.

“De ése, quiero tener un hijo, casada o no con él”. Enseguida, a sus 17 años, su cuerpo será atravesado por un tubo de hierro que desquebrajará su pelvis y su columna, para después sobrevivir en un sufrimiento eterno que la encerró en corsés de yeso y corsés de acero y la llevó al quirófano 12 veces. Pero su anhelo de vivir era poderosísimo y se aferró a Diego, idolatrándolo. Su religión, sin embargo, no fue el Partido Comunista, sino la Pintura, y su pintura era ella misma. Cuando el dolor iba más allá de su resistencia, allende sus límites, llegó a exclamar: “¡Dios mío! Y, seguramente, ese Dios no era Diego. Murió en la cárcel del Señor, en la cárcel del dolor misterioso y sublime.


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