jueves, 9 de julio de 2015

El cristiano, llamado a ser tolerante

A ejemplo del Señor Jesús

Jesús dijo a sus discípulos: “No juzguen y no serán juzgados, porque así como juzguen los juzgarán. Y con la medida que midan los medirán” (Mt 7, 1).

MujerAdultera -IsaakAsknaziyDominioPublico Wikipedia 200315

Pbro. José Arturo Cruz Gutiérrez

Nos viene muy bien el mirar a Jesús, que nunca trataba de imponer sus ideas; invitaba a que le siguieran y vieran sus obras.
Probablemente no será muy común encontrarse -será difícil en toda la literatura impresa, mundialmente hablando- a un Jesús histórico así como nos lo da a conocer la Sagrada Escritura. Se puede tener o crear una idea-imagen de Jesús, pero que tenga las características de ser muy tolerante, va a ser difícil, como lo es encontrarse una actitud de la talla del Maestro Jesús.

Afanes de superioridad
Desgraciadamente, a lo largo de los siglos, las diversas Religiones, en general, no sólo no han promovido la tolerancia, sino todo lo contrario. El prurito de ‘imponer’, como sea, a los demás, las propias creencias, ha dado origen a muchos odios y guerras. Y no han faltado cristianos afectados por esta lacra.
Por ventura, nada tiene qué ver esta conducta con la manera de actuar de Jesucristo ni con el pensamiento de la Iglesia, claramente expresado en el Concilio. Precisamente San Juan Pablo II, en su Carta ante el Tercer Milenio, dijo: “Otro capítulo doloroso sobre el que los hijos de la Iglesia deben volver con ánimo abierto al arrepentimiento está constituido por las formas irrespetuosas manifestadas con métodos de intolerancia e incluso de violencia en el servicio a la verdad”.
Pero, si bien es cierto que hubo épocas en las que se llegó a hechos extremos (como la Inquisición), hay que reconocer que, en cierta manera, en bastantes cristianos aún permanece vivo un espíritu inquisitorial. Curiosamente, entre personas que se creen muy religiosas se puede dar una especie de afán de meterse en la vida de los demás, en juzgar a la ligera su modo de actuar, en condenar no a la hoguera pero sí con ese fuego destructor que a veces es la lengua, como si ellas tuvieran el monopolio de la verdad. Por supuesto que también en las filas de los no religiosos se da esta misma actitud respecto de los creyentes.

El modelo perfecto
Por eso nos viene muy bien mirar a Jesús, que nunca trataba de imponer sus ideas. Invitaba a que le siguieran, pero jamás coaccionó a alguien. Cuando terminaba de hablar, solía decir: “El que tenga oídos para oír, que oiga”. En cambio, Él fue víctima de la intolerancia de los sacerdotes, escribas y fariseos, a quienes criticaba por estar demasiado aferrados a la letra de la Ley. Mientras éstos todo lo arreglaban con el cumplimiento estricto de las normas, Jesús dice que no ha sido creado el hombre para la Ley, sino la Ley para el hombre. Y así, Jesús “violaba el sábado”, curando enfermos en días en que la Ley lo prohibía; era criticado porque a veces no cumplían ni Él ni sus discípulos las normas del ayuno. Aunque respetaba el Templo, lo relativizó (“Para orar, enciérrate en tu cuarto, adora a Dios en espíritu y en verdad”); consideró injusta la Ley que castigaba a la adúltera; daba más importancia al amor al prójimo que a ciertas leyes rituales (véase la Parábola del Buen Samaritano). Cuando algunos discípulos celaban de que otros expulsaran demonios en su nombre, Él les reprendió. Otro tanto ocurrió cuando le pidieron que mandase fuego del cielo y consumiera a aquellos que no les quisieron recibir en una aldea de Samaria.
Todos sabemos que muchos de los amigos de Jesús, de las personas que le acompañaban, no se distinguían precisamente por su buena fama, llámense Mateo, Zaqueo, Magdalena o la Samaritana… Jesús, en este sentido, pasaba ampliamente de los comentarios y cuchicheos de la gente. Era una persona verdaderamente libre. Por eso mismo era tolerante. O, en todo caso, si alguna vez sacó el genio, fue precisamente con los intolerantes. Porque, eso sí, Jesús nunca renunció a sus firmes convicciones y a su lucha contra la mentira, la injusticia y el pecado, como tampoco nosotros debemos renunciar.
Digamos, para terminar, que aunque todo esto ya lo sabemos, no está de más que refresquemos la memoria, pues en la práctica no pocas veces lo olvidamos, cayendo con frecuencia en la tentación de juzgar, de condenar, de querer imponer nuestros criterios… de distinguir “alegremente” entre buenos y malos (“los malos los demás; los buenos, nosotros”); de creernos poseedores absolutos de la verdad, de no saber comprender al otro “y sus circunstancias”, o de entrometernos en ese recinto sacro que es la conciencia de los demás.

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