jueves, 24 de septiembre de 2015

Nuestros hermanos Migrantes

Miles de Migrantes cruzan nuestro país. No debemos ignorar su sufrimiento.

Repatriacion

Cardenal Juan Sandoval Íñiguez
Arzobispo Emérito de Guadalajara

No estemos pensando sólo en los de Siria, puesto que aquí los tenemos por miles, cruzando nuestro territorio hacia el Norte, procedentes de Sudamérica, Centroamérica y el Sureste de México, huyendo del hambre o de la persecución, con la ilusión de alcanzar un lugar donde vivir dignamente.
¡Cuántas penalidades y peligros pasan a lo largo del camino! Maltratados por la Policía de nuestro país, vejados, violados, robados. A veces, se les obliga a colaborar en el tráfico de drogas; niños y jóvenes son secuestrados para la prostitución o para trasplante de órganos. Viajan de trampa en “la bestia” (así le dicen al tren), expuestos al sol, al frío, a la lluvia, al hambre.
Es Jesús el que pasa
A veces, se quedan dormidos, caen y una rueda del tren les corta una mano o una pierna o los mata. Son revisados una y otra vez para ver si entre ellos no se ha colado algún terrorista árabe que pretenda pasar a Estados Unidos.
Y, para colmo de desdichas, vivales que no son migrantes se cuelgan una mochila a la espalda, tratan de imitar el habla de los centroamericanos y andan por las esquinas de la ciudad, pidiendo ayuda, con merma y descrédito para los verdaderos migrantes.
La conciencia cristiana no puede permanecer indiferente, pues el que pasa es Jesucristo que se hace migrante y pide ayuda. Porque Cristo, perseguido por Herodes a muerte, fue migrante en Egipto (Cfr. Mt 2, 13ss). Él vendrá a juzgarnos sobre la ayuda que dimos al hambriento, al sediento, al desnudo, al enfermo y al migrante, pues dice: “Era forastero y no me acogiste”. El misterio de la hospitalidad lo revelará Jesús el día del juicio, es parte de la caridad cristiana (Mt 25, 35-43).

No podemos ignorarlos
No veas, pues, con indiferencia al joven mal vestido, macilento y con su mochila al hombro, que te tiende la mano. Ojalá los organismos de caridad de la Iglesia y los de asistencia del Estado se preocupen, en serio, de ayudarlos, socorrerlos en sus necesidades y, sobre todo, respetar su dignidad de seres humanos e hijos de Dios, porque son hermanos nuestros e hijos que Dios ama, como se lo dice a su pueblo Israel: “Porque Yahveh, vuestro Dios (…) no hace acepción de personas (…) (Él) hace justicia al huérfano y a la viuda, y ama al forastero (…) ama, pues, al forastero porque forasteros fuisteis vosotros en tierra de Egipto” (Deut 10, 17-19).
De este grave problema se preocupaba ya hace 16 años San Juan Pablo II, en su Carta Apostólica La Iglesia en América. Éstas son sus palabras: “La Iglesia en América debe ser abogada vigilante que proteja, contra todas las restricciones injustas, el derecho natural de cada persona a moverse libremente dentro de su propia nación, y de una nación a otra. Hay que estar atentos a los derechos de los emigrantes y de sus familias, y al respeto de su dignidad humana, también en el caso de migraciones no legales” (N. 65).

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