jueves, 3 de septiembre de 2015

El entretenimiento

Difícil sublimar

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Luis de la Torre Ruiz
México, D.F
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Cuando me pregunto en mi cabecita qué está pasando con este mundo que parece inclinarse más al Mal que al Bien, mi hijo Héctor, Licenciado en Historia del Pensamiento, me dice: “Papá: el mundo ha sido siempre así, desde Caín y Abel. Y mi escaso conocimiento se revuelve para aceptar que, históricamente, hasta la actualidad, parece que la Humanidad se goza más ejercitando el Mal que el Bien”.
Releo la Historia y, ciertamente, me encuentro con una enemistad permanente entre los hombres, que se traduce en guerras, injusticias, crueldades y odios cainitas que sólo los llevan a la destrucción de sí mismos. Sin embargo, en el curso de los tiempos, también encontramos muchos espacios de paz, de creación, de armonía y belleza, que han hecho mucho más amable la vida en común.

Declive de la herencia
Nuestra civilización occidental, en el curso de 25 siglos, ha tenido sus altos y sus bajos, pero ha ido construyendo normas de vida que le dan su dignidad al hombre como un ser espiritual: el pensamiento filosófico, la legislación, la cultura, el arte y, sobre todo, el Cristianismo. Y lo que encontramos en estos tiempos es una marcada intención de apartar a las masas de todo pensamiento espiritual, sea cultural o religioso.
Esa acción destructiva se ha centrado en capturar el ocio de las masas, manipulando su entretenimiento. ¿Qué ha hecho que nuestra civilización se haya ido inclinando hacia el espectáculo, hacia la banalidad de la vida?
Estamos viviendo un mundo en el que el primer lugar en la tabla de valores lo ocupa el entretenimiento. La cultura de las masas está creando una nueva civilización, la del espectáculo, del ocio secuestrado y manipulado, y en la que el laicismo ha ganado mucho terreno sobre la alta cultura y la espiritualidad del hombre.
Cuando decimos que la vida está siendo secularizada, es decir, alejada de toda preocupación trascendente, de toda inquietud religiosa, ciertamente estamos hablando también de un momento en la Historia en que la libertad individual se manifiesta más libre, amplia y profunda que nunca.
La sobreabundante información que se difunde sobre el acontecer del mundo mediante el avanzado desarrollo de la tecnología digital, hace pensar, al gran público, que lo sabe todo. Su egoísmo se ensancha y nadie puede decirle a nadie lo que está bien y lo que está mal, cuando él ya lo tiene catalogado.

Caja de sorpresas
Y todo estaría muy bien si no fuera por un pequeño detalle: esa libertad de discernimiento ha sido secuestrada por los mismos Medios de Información. La tal libertad, masivamente, no existe. Está siendo del todo manipulada. La cultura del entretenimiento se ha encargado de capturar la voluntad de divertirse y la conduce por derroteros que básicamente llevan a exorbitantes ganancias económicas.
La televisión, ese prodigio de hechicería visual, se lleva todas las palmas en lo que se refiere a cautivar y tragarse preciosas horas del televidente que tan sólo quiere un poco de entretenimiento, algo que lo distraiga y descanse de las fatigas del día. Pero ha caído en la trampa. Con el control en la mano va a recorrer, sin poder soltarlo, 200 canales contenedores de basura (salvo unos cuantos). Con la voluntad enajenada, su libertad ya no cuenta. La televisión ha representado una suerte de tumba de la alta cultura, generando una cultura popular de grandes ganancias económicas para sus manejadores.
Dígame alguno de ustedes qué opciones tiene de ejercer su libertad de entretenimiento cuando decide, por ejemplo, ir al cine, y se enfrenta a una programación de lo más insulsa o idiota, sin acceso alguno a ver realmente una buena película, de las que hay miles en la producción cinematográfica internacional. Como ya está ante la taquilla, el que va a divertirse se resigna por entrar a ver una bobería, anodina, engañosa,
pedestre, tan sólo con efectos visuales que apantallan al espectador. ¿En dónde quedó la libertad?
Por otro lado, la literatura light invade los estantes de las librerías. Cerros y cerros de los últimos best sellers atraen la atención con los títulos más falsos y diversos: ¿Cuál voy a leer? ¿Y por qué voy a leerlo? ¿Por cultura, o por estar al día en las novedades literarias? Mis opciones a la alta cultura se encuentran confundidas con lo intrascendente. ¿Cuántas horas voy a dedicar a un libro que no me deja nada? ¿Y cuántos más están desperdiciando su entretenimiento? Todo ello conlleva a la democratización de la cultura. La cantidad, a expensas de la calidad.
La literatura más representativa de nuestra época es la literatura light, es decir, leve, ligera, fácil; una literatura que, sin el menor rubor, se propone, ante todo y sobre todo, tan sólo divertir y, de paso, distraer toda inclinación a pensar. Y es que las grandes obras exigen del lector una concentración intelectual casi tan intensa como la que las hizo posibles. Los lectores de hoy quieren libros fácilmente asimilables, que los entretengan, y esa demanda ejerce una presión que se vuelve un poderoso incentivo para los creadores mercantilistas. A esta degeneración en la seriedad literaria, habrá que agregar que la crítica ha desaparecido, casi por completo, en nuestros Medios de Información.

Euforias robotizadas
Con la televisión, el cine y el libro banal o tendencioso, estamos hablando de un entretenimiento diseñado para no pensar en algo espiritual. Por otro lado, nos encontramos con la cultura del espectáculo. El entretenimiento de las masas a niveles de estadios y auditorios. El deporte y los conciertos musicales. No tengo nada contra el espectáculo; éste me parece formidable mientras no me enajene y me haga creer que allí está todo el sentido de la vida. Si la cultura se vuelve sólo espectáculo, el gran público caerá en el conformismo y lo hará indiferente a entender lo que se tenía por Cultura.
Un poderoso entretenimiento universal es el futbol. Y si bien tal deporte nada tiene de malo como entretenimiento, la duda se plantea al momento en que está siendo manejado por grandes intereses económicos, apoyados en un Periodismo irresponsable que se alimenta de lo más banal e intrascendente, invadiendo y secuestrando el precioso tiempo de un público que tan sólo quiere escapar del aburrimiento.
Una sana afición al futbol, con la apasionada inclinación a un equipo, si no degenera en fanatismo, es algo hasta saludable en cuanto a ocupar un espacio de ocio. El Papa Francisco no niega su afición al San Lorenzo, pero no ocupa su pensamiento si gana o pierde.
Ante el fabuloso potencial económico generado por la publicidad, el interés futbolístico pasó a segundo término y, como nunca antes, las industrias del entretenimiento se encontraron en jauja, promovidas por la publicidad, madre y maestra de nuestro tiempo. Entonces, engañados por el entretenimiento, hemos caído en las redes de magnos intereses que manipulan a su antojo nuestra ingenua afición al futbol.
Se han multiplicado los canales de comentaristas deportivos. Entre los deportes, ninguno descuella tanto como el futbol, fenómeno de masas que congrega muchedumbres y las enardece más que ninguna otra movilización ciudadana. Pero las cosas no paran en el estadio. Enseguida, los mercenarios comentaristas se encargarán de seguir reteniendo la atención del aficionado con discusiones bizantinas, exageradamente idiotas con pretensiones inteligentes, de análisis profundos que prolongan horas y horas, días y semanas, reteniendo la atención de un público cautivo, secuestrado, sin chance para pensar en algo más trascendente.
Sin embargo, en medio de ese laicismo que se extiende por todo el mundo occidental, el hambre de lo espiritual no se ha acabado. Quizá uno de los momentos históricos más exigentes para ejercer la libertad hacia el bien sea, precisamente, este tiempo.

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