jueves, 24 de septiembre de 2015

Con el sombrero quitado: don Francisco Santos Gauna

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Pbro. Adalberto González González Cuento

La niña Braw iba a hacer su Primera Comunión. Había gente invitada de todas partes; pura gente catrina. El señor Abundio, dueño de la Hacienda “La calcinada”, llevó dos avestruces para que rodaran el carrito de la festejada, y a su lado iban los de la Guardia Blanca… Son cosas que ya no se usan.
Los caballos llevaban unos adornos muy bonitos en las cabezas, y todos liados con listones de colores. Iban tirando la carroza de los padrinos. Y un grupo de niñas y de niños, todos de blanco, iban aventando pétalos de rosas sobre una alfombra de alfalfa.
Por la noche también fui a tocar. La verdad, tocaba muy bien la trompeta. De pronto, vi unos ojazos verdes que me miraban, y luego preguntaron quién era yo. Convenía que supieran los que trabajaban allí, pues no les faltaba nada. Con decirles que el Gerente embarraba con mantequilla las tortillas y al perro. Las alfombras, así de gruesas y limpias. Les afocaban los reflectores y les desparramaban las lentejuelas de colores para que, cuando bailaran, volaran las lentejuelas. Y ya con los reflectores afocados, ¡aquello parecía la Gloria!
El día del santo del Gerente le compuse una canción ingenua y sencilla, que ensayamos en la Escuela y luego se la cantamos en la fiesta de la noche:
“Al Gerente, con amor, dedicamos esta hermosa canción para que sepa que lo queremos de todo corazón, y siempre lo tendremos presente en todo favor y en toda nuestra sencilla canción”.
Le digo que convenía que lo tuvieran en cuenta, porque así no le faltaba a uno nada. Con decirle que había gente ahí que ganaba 15 mil pesos diarios, cuando uno podía comer con 25 centavos al día.
Justino bailaba con 500 pesos de plata en las bolsas para que sonara lo que traía. Hubo algunos que llegaron el lunes a su trabajo acompañados del mariachi,
después de
haber andado con él desde el viernes, y todo el sábado y el domingo.
Lo mismo en los bolos del bautizo. Había padrinos que se ponían como tarea arrojar puños de pesos en el trayecto desde la iglesia hasta la casa del ahijado. Otros, aventaban tostones duros.
Me acuerdo muy bien de “El Cojo”, mi compañero. El día que le rayaron, se encontró al panadero y le dijo: “Reparte los pasteles”. Hacían unos pasteles muy buenos, de picadillo, de vainilla… Y luego le dijo al panadero: “Ahora ponme el canasto para bailar sobre él”. La cosa era que le sonaran los pesos que traía en las bolsas.
–Ahora cóbrame, ¿cuánto es?
–Sesenta pesos, señor.
Le digo que las minas las habían pagado con los puros sobrantes que habían dejado los ingleses y americanos. ¿Puede imaginarse lo que sacaban de oro y de plata?
Alejo, por ejemplo, todavía tiene muchas cosas de oro: unos tenedores en forma de puño y con sus dedos, y también unos vasos. Pero luego se vino abajo todo aquello y se apagaron las minas.
Este es mi retrato de cuando yo tenía doce años. Este otro, ya un poco amarillo, pero puede distinguirse bien. Mire, el pantalón mugroso, las greñas paradas y sin huaraches. Así de prieto como me ve, pero un día me sacaron de San Miguel; me echaron cal en la cara para blanquearme un poco, y se me rajó la cara… pero yo salí de San Miguel.
En esta otra foto, estoy con mis padres en sus Bodas de Plata. Y, como se puede ver, todavía sin huaraches. Aquellos tiempos sí que eran duros. No había calor, hasta que las mujeres prendían la lumbre en los jogones. Mi madre calentaba un buche de agua en su boca y luego lo vaciaba en su rebozo y con eso nos limpiaba la cara.

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A mí, cuando se me salían los mocos, no’más les daba el tallón hasta la oreja, y mi mamá me decía: “Hijo, ¿pos qué trais, un cometa en la cara o qué pasó tanto?”. Calentaba su buche de agua en la boca, y a limpiarme la cara, porque a las cinco de la mañana tenía que levantarme a estudiar Piano con el señor Cura de mi pueblo, el Padre Vizcarra, y luego a ayudarle al Padre Toñito, que estaba medio sordo.
Yo le pedí un día que me enseñara Latín y aprendí algo. Una vez, llegó a Misa “El coyul”, que estaba bizco. El Padre Toñito se volvió hacia el pueblo y dijo: “Dominus vobiscum”, y ‘El coyul’ salió corriendo porque entendió que le decía “sáquenme ese bizco”. Además, después de la Misa, tenía que llevarle diez viajes de agua a Agenciana.
Enseguida llevaba el pan a la Mina, pero ya en el camino les tumbaba a mordidas el sombrero de huevo y azúcar a las conchas. Y ya cuando llegaba, me decían: “Oye, qué pan tan malo trais ora; mejor vente a comer con nosotros”. Y yo les respondía: “Nombre, qué creen, con eso de venir trotando toda la ladera, se maltrata el pan”. Y seguían tanteándome: “Mira no’más, ¿y entonces dónde están las zurrapas?”…
La verdad, antes era muy barato el pan: un cinco de ‘puerquitos’, y ya está. Ah, y lo que entonces era echar maldito: comprarse un kilo de cacahuates y vaciarlo aquí en la mascada, y mascar una panocha de tamarindo.
Los primeros zapatos que estrené fueron los que me regaló el Gerente de la Mina. Eran unos zapatotes, de inglés, grandes. Tanto así, que cuando yo iba dando vuelta a la esquina, ya medio zapato había torcido la vuelta.
Tuve una novia muy bonita, que siempre sacaban de Virgen en los carros alegóricos. Una vez se fugó con “Pilatos” con todo y las garras que traían para la representación, y se pusieron a bailar alrededor de una fogata… Ahora ya está re fea la pobre, como muela de Carranza.
Nos fuimos a vivir a Guadalajara en aquellos tiempos en que nos forzaban a cantar “La Internacional” y cosas de esas. Yo vendía pastelitos en el Parque del Agua Azul; pero no’más veía a algún conocido y me escondía, de pura vergüenza, detrás de la cola.
Ya de músico, anduve en las mil y una fiestas y procesiones. No hay rincón o pueblo que no conozca. No hay fiestas y foros en los que no haya andado. Alcancé a estudiar no’más dos años de la Primaria, y lo demás en la Universidad del hambre; no hay mejor que la Universidad de la vida.
También anduve en un Circo. Ahí tenía uno que tocar fuerte la trompeta, hasta cuando despasojaban los burros o los caballos. Después me iba a hacer bola, en el Portal del Centro, con los ‘músicos del Cielo’ que eran los que tocaban en los templos para las Quinceañeras, los Matrimonios, las Primeras Comuniones u otras ceremonias religiosas. A veces me convidaban los ‘músicos del Infierno’, que eran los que musicalizaban las películas mudas en los cines o tocaban en cantinas y cabarets. Casi siempre, éstos llegaban a donde quiera, pidiendo “Los Bosques de Viena”, pero terminaban tocando “Dos arbolitos”.
Y ahora que recuerdo todo eso, digo: ¡Bendito sea Dios! Soy Jefe de esto, Subdirector en esto otro. Puedo gastarme mil pesos en lo que quiera, y como si nada. Tengo mi casa pagada y un lote fincado. Cobro mis notas y me pagan por transcribirlas. Dirijo una Banda aquí y otra allá. Ahorita lo tengo todo. No soy como otros de mi pueblo, que se vinieron desde antes. Yo pasé en mi pueblo revoluciones y todo lo demás que eso acarrea; pero no dejan de ser buenos recuerdos.

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Me acuerdo del burro aquel que rebuznaba exactamente a las cinco y luego agarró la costumbre de meterse a la iglesia a beber en la pila del agua bendita porque estaba muy buena y no sabía salobre como la de la Mina. Pero un día, el sacristán, ya enfadado, le dio un balazo en la frente con su pisponera; pero el asno no’más se sacudió y se salió tambaleando. Al verlo así, doña Emeria le puso masa con sabe qué yerbas, y el animal se alivió.
También me acuerdo de Toño ‘El Rincones’, que a su perro le puso dientes de oro, del que extraían abundantemente. Los Rincones tenían la única cantina, y allí iban a tocar los sábados porque era el día que había mucha lana por la raya del trabajo. Tocaban canciones como “Maldito a huevo”, “El chivo”, “El parrandero”, “Dos malditos en la esquina”, “Me voy con mi novia”, “El callejero”, “La puerca atorada”. Con el tiempo, a unas les cambié a nombres más catrines, y programaba una que otra en las Serenatas de los jueves en el Kiosco de la Plaza de Armas.
Toda la raza del Mineral, y hasta los que iban con el ‘Muelas’ a la cantina, eran gente muy buena y generosa. Traían su chilte de Talpa pegado en la copa del sombrero, y en el pecho la Medalla de San Blas con su cordón azul para que no los colgaran. Todos esos que frecuentaban la cantina, tenían una Cofradía de borrachos dedicada a San Caralampio, y hasta con estandarte y toda la cosa. Y ya al final, cuando estaban todos bien briagos, les pedían a los músicos tocar La Marcha de Zacatecas para vaciar las pistolas con tiros al aire.
Les decía que a todas aquellas canciones y melodías, varias de mi inspiración, acá les puse nombres catrines. Por ejemplo, a “La puerca atorada” le cambié por “Péinate con cajeta”, y de vez en cuando las incluía en el repertorio de la Plaza de Armas. Sucede que el Director de la Banda del Estado, un señor muy famoso (el Maestro Arturo Xavier González Santana), muy seguido me dejaba dirigir a mí solo.
Al Toño ese que les digo que le puso dientes de oro a su perro, luego le dio por ponerle también al burro. Pero cuando su mujer se enteró, le replicó: “No seas ingrato, mejor mándanos hacer unos anillos, unos aretes, unas pulseras, a mí y a tus hijas”…
Don Francisco Santos Gauna murió con su batuta en la mano durante una sesión de estudio, allá por el lado de Tapalpa. Vayan estos recuerdos como un pobre tributo a su grata y feliz memoria.

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