jueves, 10 de septiembre de 2015

La Iglesia y la Independencia de México

Inédita participación

estandarte de hidalgo

Pbro. Tomás de Híjar Ornelas
Cronista de la Arquidiócesis de Guadalajara

Septiembre, llamado en México “Mes patrio”, merece tal título por celebrarse en él tanto el inicio como la consumación de un proceso que, de 1810 a 1821, finiquitó la dependencia respecto de España; de una soberanía que recayó en el cetro español, formalmente, a partir de 1521, con la caída de Tenochtitlan, Capital del señorío mexica.
Durante tres siglos exactos, los habitantes de un territorio que recibió el nombre de “Nueva España” fundaron gradualmente núcleos urbanos cuya base social fue el Municipio castellano, dividido en dos estamentos o “repúblicas”: de españoles y de indios.
Aunque la idea general que se tiene de la dominación española es negativa, ello se debe al éxito de los malquerientes de España, que propalaron una leyenda negra que sigue influyendo en el imaginario colectivo. Empero, desde los hechos y las fuentes que tenemos, el balance de estos tres siglos no puede olvidar que, ciertamente, los naturales tuvieron en sus pueblos, gracias a las Leyes de Indias, un hábitat y una autonomía que les sería arrebatada en 1812, al crearse los Ayuntamientos Constitucionales y abolirse los privilegios de que gozaban en sus comunidades los descendientes de los moradores originarios de estas tierras.

Castas y gente menuda
La Sociedad novohispana era estamental, o sea, dividida en clases, formando éstas una pirámide en cuya cumbre estaba el Rey, la Corte, la Nobleza, la Milicia, el Clero, los comerciantes y artesanos, los terratenientes, los labriegos y jornaleros, y los esclavos. Los indios –la gran mayoría de los habitantes de la Nueva España– vivían en sus pueblos, en pequeña escala, este orden: Gobernadores, Alcaldes, Principales y Mayordomos.
En el Siglo XVII se multiplicaron los grupos raciales indefinidos. Ni eran españoles ni indios. En un intento por regular su presencia, se les llamó “castas” y “criollos” a los hijos de peninsulares nacidos en el Nuevo Mundo.

Las reformas borbónicas
Con el deseo de centralizar la autoridad que ejercían diversos funcionarios en sus dominios, la dinastía reinante en España en el Siglo XVIII implementó algunas medidas tendientes a socavar la amplia jurisdicción que, hasta entonces, tuvieron las corporaciones civiles y eclesiásticas. Se fortaleció la autoridad episcopal en las Diócesis, pero recalcando que el oficio de Obispo no le vinculaba doblemente con el Rey. Se redujo el protagonismo de las Órdenes Religiosas, y a una de ellas, la Compañía de Jesús, se le suprimió brutal e injustificadamente en 1767. Se privó a los indios del derecho a administrar sus bienes de comunidad, del que antes gozaban, y se acentuó el despotismo de la burocracia en favor de los peninsulares sólo por serlo, en detrimento de los criollos.

España, en crisis
La invasión del Ejército francés a la península ibérica, en 1808, alentó a los españoles americanos a considerarse libres de la tutela hispana. Sin embargo, no fue sino hasta 1810 cuando en la Nueva España, acaudillados por un Párroco del Obispado de Michoacán, Miguel Hidalgo y Costilla, se dio un pronunciamiento de una magnitud sin precedente, y en el que participaron, de forma activa, muchos Sacerdotes Diocesanos y Religiosos, en tanto que los pocos Obispos de entonces se mantuvieron a la expectativa de los hechos y condenaron la insurrección.

La Iglesia, al calor de estos sucesos
¿Quién constituía a la Iglesia en la Nueva España, al tiempo del Movimiento emancipatorio? En primer lugar, la estructura de la Provincia Eclesiástica de México, que incluía, con todo y la Cabecera, catorce Obispados: Puebla, Oaxaca, Michoacán, Guadalajara, Chiapas, Yucatán, Durango, Linares y Sonora. Los otros se situaban en los confines de Centroamérica: Guatemala, Nicaragua, Comayagua, Verapaz, y hasta Manila, en las Islas Filipinas.
Venían luego los Eclesiásticos, que en la Nueva España ascendían a 2,300, concentrados, en buena parte, en las grandes ciudades, una sexta parte de los cuales simpatizó con el Movimiento Insurgente. Las Religiosas eran unas 1,500.
Después, los fieles Laicos, cuya Fe se sostenía, ante todo, por la dinámica de una Religión de Estado y de sus signos sensibles: edificios, días de guardar, devociones particulares, recepción sistemática de los Sacramentos.
Se contaba, por este tiempo, con un número no pequeño de indios no evangelizados, que practicaban el paganismo y, en vano, se les había querido congregar en Misiones, tanto en el Norte y el Noroeste, como en el Sureste novohispano.

Las etapas del proceso
Hemos dicho que a todos sorprendió la efervescencia con la que tuvo eco el pronunciamiento del Cura Hidalgo en los pocos meses que éste acaudilló el Movimiento, entre septiembre de 1810 y enero de 1811. Seguido por una turba incontrolable, tomó las Ciudades de Guanajuato, Valladolid y Guadalajara, no lejos de la cual (en Puente de Calderón, próximo a Zapotlanejo) fue destrozado su “ejército” de cien mil voluntarios por los apenas cuatro mil soldados que capitaneaba Félix María Calleja.
En la etapa de organización (1811-1815), la figura protagónica fue otro Sacerdote, también del Clero de Michoacán, José María Morelos y Pavón, quien se atrincheró en la Tierra Caliente y tuvo la visión de legitimar su Movimiento mediante un orden legal: la Constitución de Chilpancingo.

Los desmanes practicados en tiempos de Hidalgo, la restauración del Rey Fernando VII en el Trono, la salida de los franceses de España y el fusilamiento de Morelos, desalentaron, en buena medida, la simpatía de los nohovispanos por mantenerse en pie de lucha, salvo los grupos de guerrilleros que, tomando las serranías del Sur, se atrincheraron en los años siguientes.

hidalgo y morelos

El Plan de Iguala
Paradójicamente, cuando se supo que el ambivalente Rey Fernando VII había sido orillado a restaurar la Constitución de Cádiz en sus dominios, tanto Agustín de Iturbide y Arámburu, hasta entonces un afamado militar adverso a la emancipación, como Vicente Guerrero Saldaña, un aguerrido combatiente del Sur, suscribieron un proyecto que establecía la Independencia de la Nueva España, comprometiéndose a formar un Imperio que tendría por cabeza a Fernando VII o a alguno de los aristócratas de la casa reinante, a defender la Fe Católica, a promover la unión de todas las clases sociales: Religión, Independencia y Unión, fueron las llamadas Tres Garantías; proyecto apoyado con entusiasmo por los novohispanos, cuyas Intendencias se fueron adhiriendo, de una en una, al Movimiento Trigarante.

Participación de la Iglesia en el proceso de Independencia
Imposible sería separar o aislar lo que la Iglesia hizo durante este lapso de poco más de diez años, tanto en lo público como entre sus miembros. Nunca antes y nunca después, la Iglesia, en esta parte del mundo, tuvo una participación tan activa en los cambios sociales que se fueron produciendo, al grado de que, sin ambages, podemos decir que las palabras que, a modo de señal de combate se adjudican a Hidalgo al tiempo de incitar a sus parroquianos a seguirlo, llevan el tinte de ‘guerra de religión’. Lo que sí podemos es segmentar la participación de algunos de sus gestores ya mencionados, ante tres posturas básicas: el apoyo a la Independencia, el repudio a la guerra y el rechazo a la Independencia.

Peras al olmo
La incendiaria arenga del Padre de la Patria terminó con palabras duras y lapidarias, como para excitar al pueblo a levantarse en armas. Exactamente no lo sabemos, pero si el sentido de lo que dijo, según lo repiten, el mismo año de los hechos, don Manuel Abad y Queipo, Superior Eclesiástico de Hidalgo, le atribuye este dicho: “¡Viva nuestra Madre santísima de Guadalupe!, ¡Viva Fernando VII y muera el mal gobierno!”.
Diego de Bringas dice que sus palabras fueron: “¡Viva la América!, ¡Viva Fernando VII!, ¡Viva la Religión y mueran los gachupines!”. En un texto anónimo que rescató Ernesto Lemoine Villicaña, las palabras de Hidalgo habrían sido: “¡Viva la Religión Católica!, ¡Viva Fernando VII!, ¡Viva la Patria y reine por siempre en este Continente Americano nuestra Sagrada Patrona, la Santísima Virgen de Guadalupe!, ¡Muera el mal gobierno!”. Por último, don Lucas Alamán añade que la gente respondió a su Párroco: “¡Viva la Virgen de Guadalupe y mueran los gachupines!”.
Como se ve, las variantes no afectan el contenido: la defensa del Monarca legítimo, el repudio total a los españoles que simpatizaban con los franceses (los gachupines que, en ese momento, hacían desesperados esfuerzos por sofocar cualquier Movimiento independentista) y la defensa de la Religión, que se creía amenazaban los franceses, pues poco antes (durante los años inmediatos a la Revolución Francesa) se habían comportado con un profundo y corrosivo anticlericalismo. De ahí que el primer estandarte que Hidalgo ofreció a sus seguidores, fue una imagen de La Guadalupana.

Las vueltas del tiempo
Muchos Sacerdotes y fieles se sumaron a la gesta que inició Hidalgo, convencidos de que, de ese modo, defendían de los herejes la Fe Católica. Otros, lo hicieron deseosos de terminar con una Sociedad opulenta en sus clases dirigentes, y hundida en la miseria moral y material entre los desheredados. Los más, se mantuvieron a la distante expectativa, intimidados por la enérgica reacción de los Obispos que secundaron la excomunión fulminada por Abad y Queipo en contra de los más de cien Eclesiásticos de su Obispado que se sumaron a la lucha armada.
La mayoría de los Clérigos no apoyó la guerra, y en ello nada podemos reprocharles, pues en un combate o lucha armada, todos pierden. De los que sí lo hicieron, casi todos abjuraron de lo que se consideraba infidencia a su voto de vasallaje al Soberano. Por eso hubo tantos que, al restaurarse en el Trono a Fernando VII, no buscaron más participar en estos hechos. Tampoco puede excluirse de este segmento a los Sacerdotes que nunca apoyaron la Independencia.

Los Obispos
Las pocas Diócesis que había en México durante estos años (diez), quedaron entre la espada y la pared. Los Obispos debían vasallaje y fidelidad al Monarca, pero cuando éste dejó de serlo o fue reemplazado por un usurpador, consideraron que, también para la instancia que ellos representaban, había terminado el confuso régimen del Patronato Regio sobre la Iglesia, privilegio mediante el cual, en sus dominios, el Rey hacía las veces del Papa en lo tocante a las cuestiones temporales de la Iglesia.

fusilamiento de josé maría morelos

El Obispo Cabañas
Un ejemplo claro de lo que venimos diciendo lo ofreció don Juan Cruz Ruiz de Cabañas y Crespo, quien gobernó por casi tres décadas la Iglesia en Guadalajara, y en cuya gestión sobrevino la Independencia de lo que hoy es México: ratificó la excomunión de Hidalgo, de cuyas huestes huyó para evitar un atentado a su investidura; condenó el Movimiento emancipatorio; se mantuvo a una prudente distancia de los Movimientos libertarios que vinieron luego; respaldó incondicionalmente el Plan de Iguala; aceptó y aplaudió la Independencia de México, coronó Emperador a Agustín I; no rechazó la organización republicana
Su caso es el de una persona pública que, en privado, hubo de vivir el drama de no poder actuar en contra de su conciencia, aunque íntimamente sus convicciones las irían modelando las circunstancias. Muchos Eclesiásticos y gente de Iglesia así vivió esta etapa.

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