Juan López Vergara
El Evangelio que nuestra Madre Iglesia ofrece hoy, anuncia una asombrosa Parábola del Reino, que enfatiza la insistente llamada de Dios. Jesús nos revela, así, el desconcertante rostro de Dios, que sobrepasa infinitamente toda expectativa, porque su divina bondad trasciende nuestros conceptos humanos de justicia (Mt 20, 1-16).
La libre bondad de Dios
San Mateo ha conservado una Parábola que describe una escena habitual: cada mañana, muchos esperaban ser contratados y ganar el pan diario para la subsistencia de sus familias. En la Parábola sobresale, en primer lugar, la intensa actividad del dueño: “El Reino de los Cielos es semejante a un propietario que, al amanecer, salió a contratar trabajadores para su viña. Después de quedar con ellos en pagarles un denario por día, los mandó a su viña” (vv. 1-2). Volvió a salir con el mismo propósito otras cuatro veces: a la mitad de la mañana (v. 3), a mediodía, a media tarde (v. 5), y también al caer la tarde (v. 6).
El tiempo constituye la osamenta, invisible pero omnipresente, de la Parábola. Cuando algunos judíos reclamaron a Jesús haber sanado a un enfermo en sábado, les replicó: “Mi Padre trabaja hasta ahora, y Yo también trabajo” (Jn 5, 17). Jesús muestra que su Padre nunca dejará de trabajar mientras existan hombres por liberar.
La generosidad de Dios sobrepasa la justicia
En segundo lugar, la Parábola destaca que si con los primeros se pactó el jornal de un denario (v. 2), no fue igual en las otras cuatro ocasiones, que sólo se dice que recibirán lo justo (v. 4 y v. 5), lo cual provoca una expectación. A la hora de pagar, todos recibieron el jornal completo (véase v. 8). El propietario manifiesta una generosidad que sobrepasa la justicia, pero sin lesionarla. Su comportamiento va más allá de las exigencias de la justicia, revelando así la libérrima bondad del Dios anunciado por Jesús.
La envidia es una blasfemia
La reacción de los primeros no se hizo esperar: “Ésos que llegaron al último sólo trabajaron una hora, y sin embargo les pagas lo mismo que a nosotros, que soportamos el peso del día y del calor’” (v. 12). El dueño enfrentó a uno de ellos subrayando que no estaba haciendo ninguna injusticia, y lo cuestionó: “¿Qué no puedo hacer con lo mío lo que yo quiero? ¿O vas a tenerme rencor porque yo soy bueno?” (v. 15). El texto griego dice oftalmós ponerós, literalmente: “ojo malo”, o sea, envidia. Francisco de Asís considera semejante vicio como una blasfemia, porque cuando vemos con malos ojos las cualidades de un hermano, estamos hablando mal de Dios, a quien debemos todo.
Jesús concluyó: “De igual manera, lo últimos serán los primeros, y los primeros, los últimos” (v. 16). El Evangelista resalta que quienes provenían del judaísmo y formaban el núcleo original de su comunidad no debían sentirse superiores a los cristianos llegados del paganismo, incorporados posteriormente.
En suma, se nos exhorta: ¡Dejemos a Dios ser Dios!
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