jueves, 18 de diciembre de 2014

El Sí de María

Juan López Vergara


Nuestra Madre Iglesia ofrece hoy un pasaje del Santo Evangelio que sobresale por la sublime exquisitez con que proclama el Misterio de Dios como pura gratuidad, como Amor que se dona, y la confiada respuesta de María, quien así honró a la Vida como sólo una madre puede hacerlo (Lc 1, 26-38).


La Madre del Salvador

Con su habitual destreza, el Evangelista San Lucas nos traslada del solemne Templo, en que tuvo lugar la anunciación del nacimiento del Bautista, a una aldea de Galilea, donde vivía una linda jovencita, desposada con un varón de la Casa de David, llamado José (véanse vv. 26-27). En tan insignificante lugar resonaron las palabras divinas más hermosas jamás escuchadas por una mujer: “Alégrate, llena de Gracia, el Señor está contigo” (v. 28). “Llena de Gracia” es uno de esos participios pasivos, casi títulos, que conocemos por la literatura profética (compárense Os 2, 3; Is 62, 4).

María se preguntaba qué significaría aquel saludo, cuando el Ángel le anunció que concebiría un Hijo que sería grande, al cual Dios le daría el Trono de David, cuyo Reinado sería eterno, y a quien pondría por nombre Jesús (véanse vv. 29-33). María sería la Casa de Dios en la Historia, su Puerta a la Humanidad. Aquella linda jovencita fue llamada a ser la Madre del Salvador.


La promesa empezó a cumplirse

María, la Virgen, preguntó cómo sucedería eso (véase v. 34). El Mensajero, con excelsa delicadeza, le dijo: “El Espíritu Santo descenderá sobre Ti y el Poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso, el Santo que va a nacer de Ti, será llamado Hijo de Dios” (v. 35). La maternidad de María es obra del Espíritu, del Poder de Dios como sombra que fecunda. Gabriel, enseguida, sin que María lo hubiera solicitado, adujo como señal el embarazo de Isabel (véanse vv. 36-37).

La realización del sueño de Dios en la Historia dependió de una respuesta humana; en su inmensa bondad, decidió hacerse varón, pero no sin la anuencia de una mujer: “Yo soy la Esclava del Señor, cúmplase en Mí lo que has dicho” (v. 38). Por eso la Iglesia siempre ha enseñado que María ocupa un lugar único en la obra de nuestra Salvación. El Sí de María, símbolo de la libertad humana, es parte importantísima del Proyecto Divino. El Ángel dejó a María, pero la Palabra permaneció. La Encarnación era una realidad: la Promesa empezó a cumplirse.


“Tú, Señora, que a Dios hiciste niño”

El Evangelio nos invita a profundizar en la misión femenina como punto central ante muchos cuestionamientos de nuestra Sociedad. Dios quiso participar de nuestra naturaleza humana y fue deseado y acogido por una Madre. La vida de María se encuentra resumida en su Sí. Su fecundidad es ilimitada porque semejante Sí sigue posibilitándonos participar de la Vida. Unámonos al agradecido canto del Poeta: “Tú, Señora, que a Dios hiciste niño, / hazme niño al morirme / y cúbreme en el manto de armiño / de tu luna, al oírme, con tu sonrisa”.


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