Pbro. J. Arturo Cruz Gutiérrez
No hay cosa más bonita que mirar a un pueblo reunido, que lucha cuando quiere mejorar y que está decidido a ello. No hay cosa más bonita que escuchar, en el canto de todos, un solo grito de fraternidad.
Ver a un pueblo unido por sus manos, en ese lazo de hermandad y de amor, formando una muralla sólida que defienda su comunidad.
Esto sólo puede darse en torno a la Iglesia, semilla del Reino, corazón del pueblo. En esa Iglesia donde radica la esperanza de quienes se congregan alrededor de ella en todos los rincones de nuestras comunidades. Iglesia que es eco del despertar, eco de los Profetas, renuevo del Salvador; árbol que a diario florece porque su retoño es la herencia de Dios.
Y una de las tareas más importantes de todo buen Pastor que conduce un rebaño, será la de trabajar por hacer, por seguir haciendo presente el Reino de Dios al frente de la Iglesia en general y de su propia grey en particular. Lograr que cualquier fiel que se acerque a ella tenga una experiencia positiva y acogedora.
La Iglesia, ya lo señalaba en feliz memoria el ahora Santo Papa, Juan Pablo ll, debe ser el hogar que muchos bautizados no han experimentado estando en su casa propia. La iglesia deberá ser la antesala del Cielo, lugar donde se esté bien; donde se sienta la presencia del Reino de Dios.
Un ser y lugar entrañable
Hay que hacer, pues, que cualquiera que escuche hablar de la Iglesia la imagine como el lugar más acogedor, más placentero que jamás haya tenido la oportunidad de conocer. La Iglesia debe ser, además de la Casa de Dios, el lugar donde cada cual pueda recordar los mejores momentos de su existencia, sus experiencias trascendentales y vivencias de su infancia; lugar donde se le manifestaron más hondamente los principios evangélicos y los valores humanos y cristianos; lugar donde se forjaron el estilo, la forma, los pensamientos y los caracteres más importantes de su condición de ser humano y de fiel cristiano.
No puede haber sobre la Tierra otro espacio que se le parezca, ya que la Iglesia es imagen del mismísimo Dios Creador, que hizo todas las cosas de la nada, y que en Él tienen su consistencia. Cristo nos la confió y nos la entregó sin mancha de pecado, inmaculada, sin arruga, sin cosa que pueda ser dañada.
Está hecha para amar y ser amada. Tiene un toque muy especial, que sería difícil describir con palabras, ya que no hay nada a lo que se le pueda parecer. Tiene una esencia, un aroma, una textura inigualables. Está hecha con un diseño sobrenatural, que siempre aparece tan natural.
Institución confiable y benéfica
Por otra parte, no existe en el orbe una Institución que haya sido llamada a dar vida, como lo es la Iglesia Católica. Es la mediación entre Dios y los hombres, el instrumento que Dios utiliza para establecer un vínculo perfecto con Él y con los hermanos en comunión y participación. En ella el hombre puede alcanzar la salvación… ¿Salvarse de qué? Pues de todo. En ella nadie perece. En ella no existen fracasos, porque ahí habita la luz del Espíritu, que la hace estar ausente de todo error. Fue llamada para dar vida, a ejemplo de su Fundador.
Acerquémonos, por tanto, con sencillez y humildad a la Iglesia. En ella encontraremos lo que siempre hemos andado buscando, pues guarda el tesoro que Cristo Resucitado nos heredó: la paz que tanto necesitamos, la alegría que no hemos encontrado y el contento que es fruto de la Gracia que Cristo dejó a sus discípulos como buen olor después de su Resurrección, y a los cuales envió para que fueran e hicieran presente el Reino de Dios en todas las naciones.
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