Luis de la Torre, Comunicador premiado
De la remembranza a la exigencia del compromiso
Reproducimos aquí el Discurso completo de don Luis de la Torre Ruiz, Escritor, Editor, Articulista y Cartonista jalisciense, reconocido a nivel nacional, y que pronunció ante el Cardenal Arzobispo José Francisco Robles Ortega el miércoles 4 de junio al recibir el Premio Católico al Comunicador del Año “José Ruiz Medrano”, que otorga la Arquidiócesis de Guadalajara.
Excelentísimo señor Arzobispo. Dignísimas personalidades que nos acompañan. Amigos y amigas:
Esta inmerecida distinción al otorgárseme el Premio Católico “Ruiz Medrano” como Comunicador, amerita una explicación que justifique cierta incongruencia al no corresponder tan digna mención a una vida tan lejos de ser ejemplarmente católica.
Dice la canción: “Los caminos de la vida no son como yo pensaba, no son como imaginaba, no son como yo creía”…
Así, al despertar del sueño de haber vivido, uno desearía de todo corazón enmendar la plana, corregir errores y omisiones, rescatar las posibilidades de haber hecho de la vida algo digno de reelegir al Creador.
Pero el tiempo se ha terminado, y ya ni llorar es bueno.
Hube de emprender este largo viaje por la vida con las alforjas casi vacías, llevando como único bagaje intelectual o académico una boleta escolar de Cuarto Año de Primaria, el Catecismo de Ripalda aprendido de memoria, y una Colección de 100 Estampas sobre la Historia Sagrada, ilustrada con obras de arte.
La trashumancia de mi familia impidió todo asentamiento cultural y económico para cimentar una buena casa. Fue hasta los diecisiete años, ya como obligado jefe de familia, que opté por plantarme en un lugar (procedente de Mezquitic), y ése fue la todavía provinciana Ciudad de Guadalajara. Aquí pasaría los quince años más turbulentos, emocionantes y trastornadores de mi vida.
Las lecturas de Merton, Anacleto, Papini, León Bloy y El Quijote dispararon mis ansias juveniles de ser rey o santo, héroe o arista. Y, ciertamente, el ambiente se prestaba para haber alcanzado cualquiera de esas categorías. Pero, para alcanzar el Cielo es necesaria la violencia sobre uno mismo; violencia que no se dio.
La década de los cincuenta se distinguía por tener en la cumbre del pensamiento universal la aplastante ideología del marxismo soviético. ¿Y cuál era su contrapeso?: el capitalismo. Ambas, doctrinas ateas y materialistas. ¿En dónde estaba la respuesta católica?: refugiada en las Parroquias. Toda la energía contenida en la vital juventud de los Grupos Parroquiales de la ACJM estaba encerrada, castrada, limitada a un cómodo modus vivendi sacerdotal. Los días heroicos quedaban en el pasado. Nada de arriesgarse social o políticamente.
Mientras tanto, las fuerzas de Balam arrasaban todos los campos de la vida política, social e intelectual, anunciando con grosero orgullo el fin último: un laicismo total en el hombre sobre la Tierra. Y uno podría respetar la verdad, la lógica, la ciencia y la razón, pero lo que era inaceptable era ver el odio sectario
desatado contra el Cristianismo, especialmente contra la Iglesia Católica. Como católicos practicantes, los acejotaemeros debíamos hacer algo. Había dolor por la Iglesia y por la Patria. Era urgente tratar de hacer algo. Ganar la calle, la Universidad, el Congreso. Más allá de ir a dar Catecismo a lejanas rancherías; más allá de llevar despensas a familias pobres; más allá de visitar enfermos y hacer alguna caridad, había que incendiar el campo con un fuego renovador. El Periodismo que yo practicaba (en El Informador) a partir de un Cartón deportivo, era del todo intrascendente, y la Prensa Católica brillaba por su ausencia o balbuceaba en boletines parroquiales.
Para hacer presencia en la Sociedad, era necesario formar líderes capaces de dar la vida por un ideal. Hombres íntegros, conscientes de acometer una tarea titánica. Pero los límites eran demasiado estrechos. Con la misma Fe había que arriesgarse a la empresa de encontrar esos líderes fuera de las sacristías. Y casi se lograba a partir de una “decuria de cruzados”; pero, al faltar la dirección espiritual, los esfuerzos fueron estériles, equívocos. Y no es que haya faltado entereza; lo que faltó fue humildad. El resultado fue frustrante. Y de allí, el salto al abismo, donde mi Fe se vio arrastrada en la disipación y la duda.
De la beatitud parroquial de San Felipe de Jesús, en la provinciana Guadalajara, me vi de pronto inmerso en la frivolidad de la Zona Rosa en la agnóstica Ciudad de México. ¿Cómo seguir siendo un católico militante en medio de Periodistas, Pintores e Intelectuales, todos ellos marxista-leninistas que avizoraban el futuro inmediato del mundo totalmente materialista? No sé si tan sólo como un católico vergonzante.
Como Cartonista en el Periódico Excélsior, de vez en cuando me atrevía a mostrar mi Fe, que guardaba bajo llave: uno de aquellos Cartones, publicado un Viernes Santo, era el dibujo de una avalancha de automóviles vacacionistas que se dirigen a la playa y se encuentran con un Cristo cargando su Cruz. Uno de ellos le grita: “¡Ey, vas en sentido contrario!” O aquel otro con la tercia de ases del ateísmo: Marx, Lenin y Stalin, viendo pasar por una calleja a Cristo hacia el Calvario. Uno de ellos le dice a los otros: “Miren: sigue tan campante”. O el afligido Juan Pablo II pidiendo perdón por los pecados históricos de la Iglesia. Buenas intenciones tan sólo para empedrar un camino al Infierno por insuficiencia, por pusilanimidad, por falta de coraje y consistencia, por no tener ya la certeza de Pablo, la ironía de Chesterton, el fuego de Anacleto, la flama de Vasconcelos.
En el mundanal ruido, en el campante, feliz y divertido ritmo de una ciudad hedonista, mi Fe, la misma Fe memoriosa del Ripalda, permanecía en mí como avergonzada. Fue la idea del Periodismo la que avizoró una luz al fondo del túnel. Un Periodismo que, sin ser confesional, tuviera como columna vertebral una profunda adhesión a la Iglesia y un temeroso amor a Cristo. Durante veinticinco años se ejerció aquel Periodismo que exaltaba lo mejor de los seres humanos, lo mejor del México profundo, sin Política, sin Deportes, sin Sociales, sin compromiso alguno que condicionara la libertad de expresión, como indicando que es posible ejercer la verdad con ética, y las más caras y firmes convicciones.
Creo que nací antes, después, a destiempo. Porque, de haber nacido cincuenta años después, éste sería mi tiempo. Cuando parece que el mundo desquebrajado cae a nuestros pies, hay un enviado llamado Francisco que está invitando a compartir la alegría del Evangelio; nos incita a salir de nuestra propia comodidad y llegar hasta el cruce de los caminos para invitar, sin miedo, a los no creyentes. Tiempo de ir al encuentro de la Fe y la Razón. Tiempo para abrirse, para dialogar y convivir.
Me despido de la vida con el ferviente deseo de que los jóvenes se reencuentren con Cristo, se reconcilien con la Iglesia, y ella sepa arropar nuevamente la alegría de la juventud.
Muchas gracias.
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