Querida Lupita:
Tengo cuatro años de casado, y tanto mi esposa como yo parecemos más jóvenes de lo que somos. Esto propicia que en nuestros ambientes se piense que somos solteros. Para mí ha sido difícil enfrentar tentaciones. Hay mujeres que se me insinúan y me he prestado a juegos absurdos. Esto me ha llevado a tener serios problemas con mi esposa, que con mi hijo recién nacido, quiere dejarme. Yo no quiero perder a mi familia, pero cada vez que se presenta una nueva oportunidad, no sé cómo vencerla. Sé que está mal, pero me gusta vivir esas sensaciones. ¿Cómo conseguir estar tan enamorado de mi mujer que no pueda caer en estas trampas?
Roberto.
Muy estimado Roberto:
Con el pecado no ganamos sino problemas y complicaciones. La tentación es anterior al pecado. El pecado es el consentimiento de la tentación.
En uno de sus discursos, el Santo Cura de Ars tomaba de las enseñanzas de San Agustín la siguiente imagen: el Demonio es un gran perro encadenado, que acosa, que mete mucho ruido, pero que solamente muerde a quienes se le acercan demasiado.
Nos dice San Pablo en su Carta a los Corintios: “Dios, que es fiel, no permitirá que sean tentados por encima de sus fuerzas; antes bien, les dará, al mismo tiempo que la tentación, los medios para resistir” (1 Cor. 10, 13).
Jesucristo nos enseñó a orar pidiendo al Padre que no nos deje caer en la tentación. Esto significa que no nos la quita, sino que nos fortalece en ella. Te comparto unos medios prácticos que a mí, personalmente, me resultan de gran ayuda:
1) Evita la ocasión. Por ejemplo, si ya sabes que en el chat la encuentras, proponte no entrar sino sólo a ciertas horas y con fines muy prácticos; evita navegar sin sentido en la Red.
2) Ofrece tu día cada mañana con una oración que te recuerde tu destino eterno. Una muy bella en la que invocamos a María es ésta:
“Préstame, Madre, tus ojos, para con ellos mirar. Si con ellos miro, nunca volveré a pecar. Préstame, Madre, tus labios, para con ellos orar. Si con ellos oro, Jesús me podrá escuchar. Préstame, Madre, tu lengua, para poder comulgar, pues es tu lengua materna de amor y santidad. Préstame, Madre, tu corazón, para poder perdonar y cambiar mi corazón de roca por uno celestial. Préstame, Madre, tus manos, para poder trabajar. Si con ellos trabajo, rendirá una y mil veces más. Préstame, Madre, tu manto, para esconder mi maldad, pues cubierta con tu manto, al Cielo he de llegar. Amén”.
3) Pide a Dios que cada vez que venzas a la provocación, una alma del Purgatorio sea liberada.
4) Reconoce que hay tentaciones que te encantan y que evitas los medios que pueden salvar tu caída. Para estos casos, investiga el verdadero origen de tu debilidad. Tal vez no esté en la tentación misma, sino en tus heridas emocionales, en tu propia inseguridad que te hace necesitar el reconocimiento de los demás; en tu desconfianza que te obliga a actuar controlando todo, etc.
5) En caso de un pecado recurrente, frecuenta la Confesión en períodos más cortos. Lo normal es que hagamos lo contrario, que nos alejemos de ella pensando que no tiene caso confesar lo mismo cada vez; pero no te engañes: sólo en este acto de humildad encontrarás la fuerza necesaria para vencer lo más rápido posible.
Recuerda esta frase de Simone Weil: “El Mal, imaginado, es divertido; el Mal, vivido, es el Infierno. El Bien, imaginado, es aburrido; el Bien, vivido, es el Cielo”.
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