jueves, 5 de junio de 2014

El recuerdo de aquella Tonsura

Pbro. Adalberto González González


Le pidió con fervor una Tonsura a la Virgen… Y se la concedió.

Era un pobre hombre, queriendo hacerse Sacerdote.

No tenía cota de lino. Ni tenía zapatos nuevos. Ni siquiera una buena sotana (de tan usada, ya estaba casi morada, como las de los Canónigos)… Todo estaba viejo.

Tampoco sintió pena. Su miseria se había acostumbrado a aquellas grandezas… Y le dieron una vela.

…Les tenía miedo a los Padres. Siempre que se metía a jugar en el atrio lo regañaba el señor Cura. Los Padres… Para él eran un misterio. Habían llegado solos al pueblo. Ni sabía de dónde habían venido. Nomás los había conocido de la noche a la mañana. Y, si se lo hubieran dicho, quedaría igual, porque no conocía más que su pueblo.

¡Es tan pequeño el mundo de los hombres! ¡Es tan pequeño el mundo de los pobres! ¡De los huérfanos! Es más, quizás ellos serían también huérfanos.

Incluso ignoraba si eran igual que los hombres. Y es que siempre transmitían paz y andaban alegres; no tenían miedo de morirse. En cambio él, siempre que se acordaba de la muerte, sentía que el alma le hacía cosquillas… Siempre los había conocido buenos, pues.

…Ya era tiempo de que hiciera su Primera Comunión; pero no solamente les tenía miedo a los Curas; también les tenía vergüenza.

Su madre le hizo un trajecito. Su padre había dejado muchos pantalones viejos, que la mamá guardaba como recuerdo en la petaquilla.

Alguien le dio unos centavos y se compró un dulce

“Hijo, enjuágate la boca porque vas a recibir a Cristo”.

Todo estaba igual que a diario en el Templo.

Se le puso la lengua como de palo seco. ¡No podía pasar a Cristo!

“¡No, no la empujes la Hostia con la mano; déjala que poco a poco se resbale!”

Sintió cosquillitas en el alma. Como si Alguien delicadamente lo estuviera llamando.

Después, se le olvidó todo. Su padrino le dio un peso, aunque él no había pedido nada porque no sabía lo que era necesidad.

No supo ni cómo ni quién ni cuánto ni a dónde. Sólo sentía que lo llamaban y se fue sin saber nada; todo se le había olvidado.

La vida le había soplado fuertemente en el alma, hasta dejarle raso el pensamiento.

La vida, soplando, lo había tumbado todo. Sólo él quedaba. ¡Era el mismo!

La vida soplaba, fuerte, quién sabe si amargo, o tal vez frío.

…Tenía unas cuantas canas debajo de los oídos…

“¡Debéis advertir que desde ahora pertenecéis a la Iglesia!”…


tomas lozano rivas 11


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