jueves, 9 de abril de 2015

Memoria de Juan Rulfo

Memoria de Juan Rulfo


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Luis de la Torre Ruiz

México, D.F.


A 60 años de la primera publicación de Pedro Páramo, vuelven a las páginas culturales el recreo y el análisis de la obra más comentada de la Literatura mexicana. ¿Cuántos ensayos, cuántas letras, cuánta tinta y en cuántos idiomas se han volcado los elogios más intelectuales sobre una pequeña obra, casi perfecta? Incontables. A cual más de profundos y eruditos. Apenas si queda algo por decir, tanto de la magnitud de Pedro Páramo como de la personalidad de su autor.

En los años sesenta, cuando ya corría la fama del adusto Escritor, yo le conocí en la Ciudad de México, en la Redacción de la Revista El Cuento, que dirigía Edmundo Valadés. Yo diseñaba e ilustraba la publicación, mientras don Edmundo recibía en su cubículo, adjunto al mío, a sus Colaboradores, con quienes compartía y comentaba diversos tópicos, especialmente sobre Literatura. Las visitas eran continuas, siempre interesantes. Allí acudían el costarricense Alfredo Cardona Peña; el peruano Manuel Mejía Valera; el michoacano Xavier Vargas Pardo; el cáustico Gastón García Cantú; el duranguense Antonio Estrada y, por supuesto, Juan Rulfo, que llevaba puntualmente cada mes su colaboración, titulada “Retales”, que eran cuestiones y sentencias curiosas, recopiladas de sus lecturas.


Sobriedad y recato

Sus estancias se prolongaban en gratas e interesantes conversaciones. Yo ponía en ellos más atención que en mi trabajo. Escuchaba la voz de Rulfo como de muy lejos, lo que me hacía ponerme de pie para escuchar mejor la conversación. Rulfo, tan ajeno a la gloria y a la superficialidad, correspondía generosamente al trato cordial con que era recibido y tratado por don Edmundo. En sus pláticas memoriosas no faltaba una referencia o un recuerdo de su Sayula y su San Gabriel, que yo conocía, y de su Comala, que también me imaginaba como si fuera Luvina o Mezquitic. Pero lo que más me cautivaba de su persona era una especie de ‘laicidad franciscana de la Tercera Orden’, como un Goitia o un Cervantes, sin hábito ni cordeles, pero con una bonhomía innata.

Porque Rulfo fue educado desde su infancia y su primera juventud dentro de una ortodoxia católica. Y ya huérfano de padre y madre, su escolaridad lo confirmó en el Colegio Luis Silva, de Guadalajara, y en el Seminario Diocesano Menor, en el que pasó poco tiempo. Rulfo no tiene resabios ni resentimientos anticlericales, por más que ciertos detractores lo quieran alinear al corifeo intelectual del desprestigio espiritual. En su Cuento “La noche que lo dejaron solo”, mantiene prudentemente una postura imparcial respecto al Movimiento Cristero y va a lo suyo, a la literatura rulfiana de “El llano en llamas”.

En Pedro Páramo, el Padre Rentería es un Cura con problemas morales, pero tampoco Rulfo lo está utilizando para desprestigiar a la Iglesia Católica. Él no es un agnóstico; más bien, es un místico laico, ajeno a la gloria de este mundo, por más laureles con que le hayan glorificado en vida y en ausencia. Siempre fue un solitario, amante de la montaña y el despoblado. Mi amigo Carlos Cofeen Serpas, gran dibujante, un solitario también, me compartía los momentos en que conversaba con Rulfo en la barra de una cantina de segunda, donde lo encontraba abismado y sin compañía, bebiendo, con la mirada perdida.


En retrato

Cuando lo traté en El Cuento, me atreví a mostrarle una serie de dibujos sobre frases escogidas de su Pedro Páramo. Él se mostró condescendiente, agradecido y estimulante. Posteriormente, realicé aquellos motivos en scracht y más tarde volví a tratarlos al óleo en una Colección que fue adquirida por un particular. El 7 de enero de 1986 me sorprendieron las esquelas y condolencias publicadas sobre su muerte. Yo lamenté no haber cultivado más cerca su amistad, y jamás imaginé que volvería a encontrarme con él.

En noviembre de 1994, Francisco Rodón, un Pintor de Santo Domingo, exponía una Serie de Retratos en el Museo José Luis Cuevas. Allí estaban los Retratos de Jorge Luis Borges, de la Bailarina cubana Alicia Alonso y de Juan Rulfo. Rodón, para hacer sus retratos, acostumbraba convivir con sus modelos un lapso hasta de tres o cuatro años. El resultado siempre era un retrato de gran profundidad psicológica.

Cuando estuve frente al que le hizo a Juan Rulfo, un cuadro de gran formato, me quedé paralizado. Era el mismo Rulfo que yo conocí, en persona. Hasta podría decirse que Rodón no le permitió ir tras los huesos de Susana San Juan ni lo dejó descansar en las sombras de su Comala. ¿Cómo le hizo el Pintor para hacernos aparecer el sereno rostro de Rulfo y sus manos entrelazadas sobre la pierna cruzada, como solía sentarse en las Oficinas de El Cuento? ¿De dónde sacó Rodón la pintura de barro húmedo, como de cripta al acabar de llover, para plasmar de tal forma el silencio rulfiano de La Media Luna? ¿Qué artes usó, aparte de la técnica pictórica, para retener el alma de ese Rulfo, para no dejarlo irse del todo, para hacerlo presente desde esa mirada profunda que nos embarga el pecho al penetrarla?

No sé cuánto tiempo estuve frente a esa realidad fantasmagórica, a la que sólo le hacía falta hablar. Pero, conociendo a Rulfo, no había que esperar de él más palabras que las que puedan decirse en un largo silencio, en el que sólo con una leve sonrisa llegó a indicar su presencia real.

Al dejar el Museo Cuevas, yo podía asegurar que acababa de estar nuevamente con el autor de Pedro Páramo.


RECUADRO

Ni la Universidad de Guadalajara ni el Gobierno del Estado ni alguna otra Institución Cultural tapatía tuvieron la sensibilidad de adquirir el magnífico retrato que el Pintor Rodón le hizo a Rulfo, pese a haberlo ofrecido a un precio razonable.


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