jueves, 9 de abril de 2015

La alegría del reencuentro

Juan López Vergara


El Evangelio que nuestra Madre Iglesia ofrece hoy en la Eucaristía, nos invita a meditar la segunda Aparición de Cristo Resucitado, reseñada por el cuarto Evangelista, San Juan, en la que el Señor reprocha a Tomás por no haber creído en el testimonio de sus hermanos; y la primera conclusión de su obra, en la que San Juan confiesa que su objetivo es suscitar la Fe en Jesús para tener vida en su nombre (Jn 20, 19-31).


La transformación radical
La ausencia del Maestro provocó en los suyos gran temor. Estaban con las puertas cerradas cuando “se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: ‘La paz esté con ustedes’” (v. 19). La paz es el don del Resucitado; en ella está comprendida la reconciliación, que abraza al mundo entero. La iniciativa es de Jesús. Juan resalta la identidad entre el Crucificado y el Resucitado: “Les mostró las manos y el costado. Cuando los discípulos vieron al Señor, se llenaron de alegría” (v. 20). Las heridas de Jesús se convierten en sus señas de identidad. Juan, al final de su Evangelio, una vez más, sugiere que dirijamos nuestra mirada creyente hacia la llaga del costado (compárese 19, 34).


Hemos de ser testimonios de Fe y alegría

Exactamente en el momento de ‘ver al Señor’, los discípulos reafirmaron su Fe y su contento. Los discípulos están llamados a dar testimonio de la alegría generada en su reencuentro con el Señor de la Vida. La alegría es algo muy serio. El lenguaje del relato denota miedo y cerrazón, así como la superación de todo esto por la transformación radical causada por el Resucitado.


La Misión de transmitir la paz
Jesús reiteró la paz a sus discípulos, confiriéndoles el don del Espíritu y la capacidad de perdonar los pecados (véanse vv. 21-23). Juan califica el perdón de los pecados como aspecto decisivo de la Pascua. Cristo Resucitado obsequia a los discípulos el Espíritu que efectúa una recreación de la comunidad. ¿Acaso no es el principio de una escatología ya realizada? Tomás, que no estaba en el momento de la Aparición, dudó del testimonio de sus hermanos y exigió pruebas (véanse vv. 24-25). Jesús se presentó de nuevo, y mostrándole los estigmas de su Sacrificio redentor, lo exhortó: “No sigas dudando, sino cree” (v. 27). Ello dio pie a la Confesión de Fe neotestamentaria más maravillosa: “¡Señor mío y Dios mío!” (v. 28).

Jesús insiste en el saludo de paz para afirmar que el fin de la Misión de sus discípulos consistirá en transmitir al mundo entero la paz lograda por Él (compárese v. 19, v. 21 y v. 26). Ése es el Mensaje Pascual: Dios ha operado, por medio de Jesús, la gran reconciliación, la gran paz para el mundo, ofrecida como nueva oportunidad de vida.

¡Qué lindo nos aconseja la Madre Teresa: “Nunca dejes que nada te llene tanto de pena que te haga olvidar la alegría de Cristo Resucitado”!

Si bien, ciertamente, debemos buscar “espacios de serenidad y silencio para reflexionar sobre lo importante y trascendente” (véase: “Necesitamos místicos y místicas muy humanos”, Semanario 15/marzo/2015, Pág. 25).


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