Juan López Vergara
Nuestra Madre Iglesia nos participa hoy en la Eucaristía un pasaje del Santo Evangelio con un mensaje de gran actualidad. Jesús, rumbo a Jerusalén, mientras iba enseñando a los suyos caminos de vida, los previno frente a la engañosa seducción de la riqueza (Lc 12, 13-21).
La vida no depende de la abundancia de bienes
Al Nazareno, que ni siquiera tenía dónde reclinar su cabeza (véase 9, 58), de repente un hombre le pidió que exigiera a su hermano compartir la herencia (véase v. 13). Todos los Evangelios coinciden en presentar a Jesús durante su ministerio siempre de camino: ¿Se deberá, como aseguran los clásicos, a que el viaje es el peor enemigo de las posesiones? Jesús se negó rotundamente a ejercer de juez, y dirigiéndose a la multitud, advirtió: “Eviten toda clase de avaricia, porque la vida del hombre no depende de la abundancia de los bienes que posea” (vv. 14-15).
Cuando la solidaridad brilla por su ausencia
Jesús los exhortó a reflexionar mediante una alusiva imagen: Un hombre rico, después de obtener una abundante cosecha, se cuestionó a sí mismo sobre lo que debía hacer y decidió acumular sus posesiones en bodegas más grandes (véanse vv. 16-18). Aquel rico estaba preocupado solamente por su bienestar: “Ya tienes bienes acumulados para muchos años; descansa, come, bebe y date a la buena vida” (v. 19). El desenlace de la Parábola es contundente: “Pero Dios le dijo: ‘¡Insensato! Esta misma noche vas a morir. ¿Para quién serán todos tus bienes?’ Lo mismo pasa al que amontona riquezas para sí mismo y no se hace rico en lo que vale ante Dios” (vv. 20-21). Esto sucede cuando el sentido de solidaridad brilla por su ausencia.
Ligeros de equipaje
El siguiente relato puede ayudarnos a profundizar en el Mensaje del Evangelio:
“Eran dos hermanos, cuyo padre poseía un diamante de gran valor. El menor, buen seguidor del Señor Jesús, siempre se había preocupado por honrar a su padre, teniendo cuidado de que no le faltase nada, en especial su afecto y su respeto. El otro, por el contrario, estaba tan centrado en sí mismo, que nunca se daba tiempo para atender a su progenitor. Al morir el padre, legó su tesoro al menor de sus hijos, quien muy triste, después de sepultarlo se dirigió al desierto a llorar su pérdida. Cuando se enteró el mayor, fue en su busca y al encontrar a su hermano lo amenazó para que le diera la piedra. El menor, con la mejor disposición, sin ningún reparo se la entregó. El hijo mayor de inmediato partió, pero al poco tiempo, arrepentido, regresó y le dijo al menor: “‘Hermano mío, te devuelvo tu diamante, mejor regálame ‘aquello’ que te permite desprenderte de él’”.
Ante Dios, únicamente cuenta que lo reconozcamos en el rostro del hermano que tiene hambre, sed y, sobre todo, necesidad de cariño y acompañamiento (compárese Mt 25, 31-46).
“En realidad, únicamente tenemos lo que damos” (Emmanuel Mounier).
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