sábado, 17 de agosto de 2013

Embelesados por Cristo

Juan López Vergara


Nuestra Madre la Iglesia dispone, para el día de hoy en la Mesa de la Eucaristía, un texto del Santo Evangelio no fácil de entender, revelador del inefable misterio del destino del Señor y del seguimiento de sus discípulos, como motivo de conflicto (Lc 12, 49-53).


La Pasión de Jesús

Los dos primeros versos muestran una reflexión del Señor sobre el significado de su ministerio: “En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: ‘He venido a traer fuego a la tierra ¡Y cuánto desearía que ya estuviera ardiendo! Tengo que recibir un Bautismo, ¡y cómo me angustio mientras llega!” (vv. 49-50). Jesús vislumbró el martirio como el horizonte de su caminar: “¡Jerusalén, Jerusalén!, la que mata a los Profetas y apedrea a los que le son enviados” (Lc 13, 34); sin embargo, hasta se mostró impaciente de que se cumpliera, pues sabía que “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12, 24). La Pasión de Jesús, el Inocente absoluto, entraña el Misterio del Divino Amor.


‘¡Ojalá fueras frío o caliente!’

Jesús, entonces, cuestionó a los suyos: “¿Piensan acaso que he venido a traer paz a la Tierra? De ningún modo. No he venido a traer la paz, sino la división” (v. 51). Declaración que evoca la Profecía del anciano Simeón, cuando en los atrios del Templo, cargando al pequeño Jesús en sus brazos, anunció: “Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción” (2, 35); contradicción que alcanzará incluso el corazón de las familias (véanse vv. 52-53), porque el ‘fuego traído a la Tierra’ no puede menos que arder, provocar animosidades y exacerbar pasiones. Recordemos aquella severa advertencia del último Libro de la Biblia: “Conozco tu conducta: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca” (3, 15-16).


No hay nada tan bello como Cristo
A guisa de ejemplo, transcribimos el apasionado testimonio de Feodor M. Dostoievski -al que con tanto gusto suele referirse el Padre Fidel Martínez Ramírez-, quien, no obstante de ser hijo del siglo de la incredulidad y de la duda, confesó que el conocer a Cristo lo embelesó de tal forma que lo condujo a constatar:

“No hay nada tan bello, tan profundo, tan simpático, tan razonable, tan valiente y perfecto como Cristo, y no sólo no hay nada, sino -lo digo con amor celoso- que no lo puede haber. Es más, si alguien me demostrara que Cristo está fuera de la verdad, y la verdad no estuviese realmente con Cristo, preferiría estar con Él más bien que con la verdad”.


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