jueves, 12 de febrero de 2015

Dios se abaja para levantarnos

Juan López Vergara


La Madre Iglesia nos participa hoy un simbólico relato del Santo Evangelio que muestra la sanación de un leproso mediante un generoso y revelador gesto de Jesús, quien suscitó la reinserción en la comunidad de aquel “muerto en vida” que confió en Él (Mc 1, 40-45).


Jesús suscita confianza

Un leproso se acercó a Jesús y, puesto de rodillas, le dijo: “Si Tú quieres, puedes curarme” (v. 40). Sorprende la actitud del infectado, su atrevimiento de “ir” hacia Jesús, pues la Ley lo prohibía: “El afectado por la lepra llevará la ropa rasgada y desgreñada la cabeza, se tapará hasta el bigote e irá gritando: ‘¡Impuro, impuro!’ Todo el tiempo que le dure la llaga, quedará impuro. Es impuro y vivirá aislado; fuera del campamento tendrá su morada” (Lv 13, 45-46). Pero Jesús, quien tiene un corazón que no le cabe en el pecho, suscitó la confianza del enfermo.


¿Quién es Jesús?

Las Leyes de Israel respecto a la lepra eran inclementes. No obstante de parecer inspiradas por la higiene, se trata de un auténtico tabú y discriminación social. El leproso era el marginado por antonomasia. La lepra implicaba doble sufrimiento: el propio padecimiento y la excomunión. Aquel osado leproso reconoció en Jesús una misteriosa autoridad que podía sanarlo; pero, ¿qué hay en la Persona de Jesús capaz de infundir semejante confianza?


El precio de la solidaridad

El realismo de la narración aflora por la respuesta emocional del Señor: “Jesús se compadeció de él, y extendiendo la mano, lo tocó y le dijo: ‘¡Sí quiero: Sana!’” (v. 41). Jesús no piensa en las restricciones de la Ley; sólo tiene compasión. Toca al enfermo a pesar de la prohibición, y en lugar de quedar contaminado, comunica su propia pureza: “Inmediatamente se le quitó la lepra y quedó limpio” (v. 42). El relato ostenta una revelación de la Personalidad de Jesús, quien gozaba de un poder curativo que trasciende todas las analogías conocidas. Poder y compasión: dos cualidades de Dios, difícilmente compatibles en el hombre. Quien estaba abocado a la muerte, recuperó la vida.

Jesús prohibió rigurosamente al ex-leproso difundir lo acontecido, y le ordenó ir al Sacerdote para hacer la ofrenda prescrita por su purificación (véanse vv. 43-44). ¿Pero, quién podría ocultar semejante felicidad? “Aquel hombre comenzó a divulgar tanto el hecho, que Jesús no podía ya entrar abiertamente en la ciudad, sino que se quedaba fuera en lugares solitarios, a donde acudían a Él de todas partes” (v. 45).

El hombre, hasta entonces marginado, al verse reintegrado entre los suyos, con agradecido entusiasmo contó lo sucedido. ¿Acaso quien experimenta el poder integrador y salvador de Jesús no se convierte en un Profeta? Y Jesús hubo de pagar el precio de su solidaria compasión al ocupar el puesto del leproso, habitando “en lugares solitarios”.

Jesús, llevado por una magnánima compasión, se “puso en los zapatos” del enfermo, quien al sanar fue nuevamente capaz de dar culto a Dios en unión con sus hermanos: “Voy a proclamar todas tus maravillas; quiero alegrarme y gozar en Ti, tañer para tu nombre, Altísimo” (Sal 9, 2-3).

“Dios se abaja para levantarnos”, enseña nuestro Arzobispo (Véase: Semanario, 4/Enero/2015, Pág 3).


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