Una vida breve y conmovedora
Cardenal Juan Sandoval Íñiguez
Arzobispo Emérito de Guadalajara
Así fue la de este Santo Mártir, el Padre Margarito Flores García, quien nació en 1899 en la pintoresca Ciudad de Taxco, famosa por la plata que ahí se labra y por la iglesia barroca de Santa Prisca. De familia humilde y pobre, pues su padre ejercía el oficio de talabartero y peluquero, Margarito tuvo que trabajar desde niño en una tienda de abarrotes y como peluquero para ayudar a la familia.
El hambre, el trabajo duro y el crecimiento de la adolescencia lo debilitaron y lo enfermaron hasta el punto de contraer una pulmonía, seguida de hemo-rragias, que lo llevaron al borde de la tumba. Mas él, desde niño, demostró que quería ser Sacerdote, y por ello visitaba todos los días el templo parroquial para rezar ante el Santísimo Sacramento y pedir la Gracia de la vocación.
Probado temple y sólida formación
A los 15 años pudo ingresar al Seminario de Chilapa con la ayuda de bienhechores que le pa-gaban sus estudios. Era un joven inteligente y vivaz, dotado para la pintura y la música, y obtuvo en los estudios numerosas menciones honoríficas y diplomas. Para ayudarse económicamente, también en el Seminario cortaba el pelo a sus condiscípulos por una módica paga.
Fue ordenado Sacerdote en abril de 1924. Se desempeñó primero como Maestro del Seminario, y posteriormente como Vicario de la Parroquia de Chilpancingo, donde se entregó totalmente a su ministerio, preocupándose por fundar colegios católicos. Apóstol fervoroso de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, pasaba los viernes primeros de mes todo el día en el confesionario para facilitar a sus fieles la Sagrada Comunión. Era serio de carácter, pero atento y ama-ble, pobre y sacrificado; su cama era de tablas; su almohada unos cartones, y solía acompañar la oración con ayuno y penitencia corporal, ofrecidos por los pecados del mundo.
Entereza y celo apostólico
Cuando arreció la persecución callista, su Obispo le aconsejó que se refugiara en la Capital de la República. Se fue, pues, a la Ciudad de México, y ahí se inscribió en la Academia de San Carlos para perfeccionar sus conocimientos de pintura; pero cuando supo que habían matado al Padre David Uribe Velasco (también Mártir canonizado), su paisano, dijo: “Ya mataron a David, y yo me voy a Guerrero a seguir su ejemplo, muriendo por la Iglesia Católica, si Dios me lo permite”.
Muchos Sacerdotes como él vivie-ron su ministerio en un nido de peligros; se enfrentaron a sus perseguidores; no mostraron temor al martirio, sino que lo consideraron siempre como la Gracia más grande que podían recibir de Dios. Así fue como, en octubre de 1927, durante la celebración de una Hora Santa, le pidió a Cristo Rey la Gracia del martirio.
Al llegar a su Diócesis de Chilapa, el Vicario General le encargó el cuidado pastoral de la Parroquia de Tulimán, a donde se dirigió a pie, pero al acercarse a Atenango fue hecho prisionero y des-pojado de sus pocas pertenencias; lue-go fue conducido a Tulimán, descalzo y en ropa interior, y acompañado de las burlas de los soldados.
Ahí lo encarcelaron unos días, y el 12 de noviembre de 1927 lo condujeron ante los muros de la Parroquia para fusilarlo; antes, pidió unos minutos para orar y se arrodilló. Un soldado se le acercó para pedirle perdón por lo que iba a hacer, obligado, y el Padre se levantó, bendijo a éste y a los demás soldados. Rechazó que le vendaran los ojos, y de pie, con los brazos extendidos, recibió la descarga mortal que le destrozó la cabeza. Su cuerpo fue a-rrastrado al cementerio y ahí arrojado sin miramiento alguno en una fosa, encima de la cual echaron la sotana que le habían quitado.
En 1946, sus restos fueron trasladados a Taxco y depositados en la Capilla de Nuestra Señora de Ojeda. El 21 de mayo del año 2000 fue canonizado por Su Santidad Juan Pablo II, junto con otros 24 Mártires mexicanos.
Apenas 28 años de vida, y menos de cuatro años de ministerio sacerdotal. Lo breve de su vida y los difíciles tiempos no le permitieron desplegar todas sus virtudes y capacidades en bien del Pueblo de Dios; sin embargo, brilló en él una Fe inquebrantable, una Espe-ranza firme y una Caridad activa. ¡Si el martirio es una corona, el Padre Margarito Flores la tenía bien merecida!
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