jueves, 7 de noviembre de 2013

En Dios vivimos, nos movemos y existimos

Juan López Vergara


La Iglesia nos ofrece en la Eucaristía de hoy un texto que nos invita a no pretender reducir los planes divinos a categorías humanas, anunciando una de las verdades radicales de la Fe judeo-cristiana: Nuestro Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos (Lc 20, 27-38).


Lecturas fundamentalistas

Algunos integrantes del conservador partido saduceo negaban la resurrección de los muertos, con base en una lectura fundamentalista de la Ley, sin conceder ningún valor a la Tradición (compárese Hch 23, 1-11). Ellos cuestionaron a Jesús: “Maestro, Moisés nos dejó escrito que si alguno tiene un hermano casado que muere sin haber tenido hijos, se case con la viuda para dar descendencia a su hermano” (vv. 27-28). La Torá, ciertamente, contiene la Ley del Levirato -del latín levir, ‘cuñado’, que traduce el hebreo yâbâm, que significa ‘cuñado en sentido amplio’-, cuyo objetivo estaba orientado a la conservación de la vida, buscando perpetuar la descendencia a través de un miembro de la propia familia (compárese Dt 25, 5-10).

Aquellos saduceos, pretendiendo ridiculizar la fe en la resurrección de los muertos, apoyados en una lectura fundamentalista de la citada Ley, propusieron a Jesús un retorcido ejemplo: “Hubo una vez siete hermanos, el mayor de los cuales se casó y murió sin dejar hijos. El segundo, el tercero y los demás, hasta el séptimo, tomaron por esposa a la viuda, y todos murieron sin dejar sucesión. Por fin murió también la viuda. Ahora bien, cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será esposa la mujer, pues los siete estuvieron casados con ella?” (vv. 29-33).


Leer por detrás de las palabras

Jesús, interpretando en profundidad las Escrituras, explicó los fundamentos de la Fe bíblica en la resurrección, previniéndoles de no pretender encasillarla con parámetros humanos: “En esta vida, hombres y mujeres se casan, pero en la vida futura, los que se juzgan dignos de ella y de la resurrección de los muertos no se casarán ni podrán ya morir, porque serán como ángeles e hijos de Dios, pues Él los habrá resucitado” (vv. 34-37). Jesús les recetó una pócima de su propia medicina, al demostrarles que la Fe en la resurrección radica en la convicción de la lealtad de Dios a sus promesas, como se expone en la misma Ley: “Y que los muertos resucitan, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor, Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob. Porque Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos, pues para Él todos viven” (v. 38). Jesús nos enseña a leer por detrás de las palabras, pues “la letra mata, mas el Espíritu da vida” (II Co 3, 6).


Nuestro futuro es Dios

Los invitamos a celebrar, agradecidos, el maravilloso don de la Fe en la resurrección, que nos permite vislumbrar que no solamente nuestro presente le pertenece a Dios: en Quien “vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17, 28), sino también nuestro futuro; más aún, como declara Jesús, nuestro futuro es Dios, ya que para Él todos vivimos.


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