Hablando claro
Árnold Omar Jiménez Ramírez
Director de la Fundación Miguel Palomar y Vizcarra
Pocas cosas causan tanta controversia hoy en día como la cuestión de la homosexualidad. Para algunos, es un tema de avanzada, que tiene qué ver con el progreso y madurez democrática de los Estados. Para otros, es simplemente un tema de libertades, de la libertad de cada persona; pocos logran ver el trasfondo ideológico y la mediática estrategia ideológica que se ha implementado para construir una cultura gay, favorable al tema homosexual.
Antes que nada, debe quedar clara la postura de la Iglesia respecto a las personas con inclinación homosexual, cuando dice que “deben ser acogidas con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará, respecto a ellas, todo signo de discriminación injusta” (CIC. N. 2358); es decir, hay que respetarlas, ayudarlas y apreciarlas como a hijos de Dios que son. Su inclinación homosexual no les resta ni un ápice de su inalienable dignidad de personas.
El caminito ideológico
El antecedente inmediato de la cultura gay es, sin duda, la llamada “revolución sexual”, que es toda una ideología que alcanza su máxima expresión pseudocientífica en el fraudulento “Informe Kinsey” de finales de los años 40, el cual afirma que todos los comportamientos sexuales que se consideraban desviados son normales, mientras que las relaciones heterosexuales son anormales. Dicho Informe influyó fuertemente en ideólogos como Wilhelm Reich (1897-1957) y Herbert Marcuse (1898-1979), quienes invitaban a experimentar todo tipo de situaciones sexuales. También es claro el influjo del existencialismo ateo de Simone de Beauvoir (1908-1986), quien anunció ya en 1949 su conocido aforismo: “¡No naces mujer, te hacen mujer!”.
¿Qué hizo la famosa revolución sexual? Fue deconstruyendo la naturaleza de la sexualidad humana: Primero, impulsó y postuló la práctica de la sexualidad sin matrimonio, el llamado “amor libre”. Después, la práctica de la sexualidad sin la apertura al don de los hijos, y entonces vino la promoción de la anticoncepción y el aborto. Luego la práctica de la sexualidad sin amor: hacer sexo, pornografía, etc. Más tarde, la ‘producción’ de hijos sin relación sexual, con el impulso a la llamada reproducción asistida. Por último, se separó la sexualidad de la persona: ya no hay varón y mujer; el sexo es un dato anatómico sin relevancia antropológica; el cuerpo ya no habla de la persona, de la complementariedad sexual; cada cual puede elegir configurarse sexualmente como desee.
El homosexualismo político y la consolidación de la cultura gay
Después de la revolución sexual vino una fuerte oleada de lo que se conoce como el homosexualismo político o el “lobby gay”, cuyo primer logro fue que la Asociación Americana de Psicología (APA, por sus siglas en inglés) sacara la homosexualidad de la lista de desviaciones sexuales, no por consideraciones justamente psicológicas, sino por la presión que ejercieron estos grupos, como lo atestiguara Nicholas Cummings, ex Presidente de dicha Asociación.
Este logro fortaleció a los grupos gay, que se consolidaron como uno de los “lobbys” más fuertes que existen hoy en día. Se trata, pues, de toda una estrategia política que convence a los Partidos políticos acerca de la rentabilidad electoral y, por tanto, política, de hacer guiños y concesiones legislativas al lobby homosexual.
El homosexualismo político pretende cambiar la Sociedad, nuestra cultura; más aún, nuestra Civilización, a través de cambios legislativos que redefinan las evidencias antropológicas. Todos estamos de acuerdo en que debe ser ilegal faltar a la dignidad de las personas, independientemente de sus inclinaciones; sin embargo, el lobby gay va mucho más allá: desea que se hagan los cambios legislativos necesarios para poner fuera de la Ley, encarcelar y privar de todos los derechos civiles a quienes afirmamos que los actos homosexuales constituyen una “grave depravación”.
El ejemplo en México es evidente: pocos políticos, partidos o candidatos, a pesar de que sus Principios o Estatutos partidistas estén en contra de legislaciones pro gay, se atreven a hablar en contra de ello, y si lo hacen, rápidamente son censurados por una onda mediática que suele reflexionar poco (al menos de manera seria) sobre el tema y sus implicaciones.
Sin odios; con razones
El asunto se vuelve más complejo cuando el lobby gay recurre a la tan sonada homofobia. La estrategia es así: ‘Si no estás de acuerdo con nosotros, entonces estás en contra del progreso, de la libertad, y eres homofóbico’. Ciertamente sabemos que el mostrar desacuerdo con alguien o con algo no significa necesariamente que sea por odio, pues hay mil razones más para el desacuerdo. De hecho, la Real Academia define la homofobia como “aversión obsesiva hacia las personas homosexuales” (¡ojo!: hacia las personas; nada dice el Diccionario en esta definición de aversión a la inclinación homosexual ni de los actos homosexuales). Sin embargo, este lobby acusa de homofobia a quienes, respetando a las personas, no compartimos sus opiniones respecto a la inclinación y los actos homosexuales. Sin duda, toda una estrategia mediática.
No es el odio el que lleva a decir No a la homosexualidad, ni mucho menos el “miedo a lo diferente”; el tema pasa por quién es el hombre y su naturaleza. No se puede tratar la homosexualidad en el plano social del mismo modo que en el plano individual. La homosexualidad no está sujeta a derechos; sólo las personas son sujetas de derechos y deberes. Defender la razón no es promover el odio; estar en contra del “pensamiento único” no es discriminar, y exigir que la voz de quienes no estamos de acuerdo con la conducta homosexual sea escuchada, no es promover la intolerancia.
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