jueves, 14 de agosto de 2014

Las armas no son las armas de la Iglesia

Luis de la Torre Ruiz

México, D.F.


Siempre que la Iglesia o los católicos en nombre de la Iglesia han pretendido lograr el poder por medio de las armas, han fracasado. Vayámonos a tres momentos de la Historia que nos dicen claramente que la Iglesia no es una lucha por el poder de este mundo, por más que se la vea cuidando sus intereses materiales.


Robert de Normandie at the Siege of Antioch 1097-1098


I: Las Cruzadas

Revisemos la Historia como un ejemplo típico de lo que no puede ser. En 1095, en el Concilio de Clermont, el Papa Urbano II exigió a la nobleza francesa acudir en apoyo de Constantinopla, amenazada por los turcos, recién convertidos al Islam. El ejército “franco” acudió a proteger Constantinopla y continuó avanzando hacia Antioquía, ciudad turca que fue tomada a sangre y fuego. No contentos con eso, los francos siguieron hacia el Sur hasta tomar Jerusalén. A esa Campaña se le llamó la Primera Cruzada y se creó entonces un Estado cristiano, el Reino de Jerusalén, gobernado por Godofredo de Bouillón. Parecería que las armas avalaban un pretendido derecho de la Iglesia a poseer Jerusalén. En principio, mala onda.

En 1114 viene la reacción musulmana que da pie a la Segunda Cruzada, formada por franceses y alemanes, que sufren en Damasco su primera derrota, pero conservan Jerusalén y puntos estratégicos durante varias décadas.

En 1197, Saladino recupera Jerusalén, lo que desencadena la Tercera Cruzada, dirigida por Ricardo Corazón de León. Sin poder recuperar la Ciudad Santa, este cruzado se hace de San Juan de Acre, una poderosa Fortaleza.

En 1199, el Papa Inocencio III decidió convocar una nueva Cruzada para aliviar la situación de los Estados cristianos en Oriente. Esta Cuarta Cruzada ya dio mucho qué decir sobre un auténtico sentido cristiano. El saqueo que realizaron los cruzados en Constantinopla fue terrible, incluyendo la propia Basílica de Santa Sofía.

La Quinta Cruzada fue proclamada por el Papa Honorio III. Esta vez, en 1218, se hizo cargo de la empresa el Rey de Hungría, quien llevó hacia Oriente el ejército más grande en toda la historia de las Cruzadas. Se dice que “no hay quinto malo”, pero esta Cruzada, planeada para tomar tierra por Egipto, luego de conquistar Damieta, en la desembocadura del Río Nilo, no dio una al pretender atacar El Cairo y luego ser rechazada completamente por Saladino.

La Sexta Cruzada ya tiene tintes de patética. El Papa Gregorio IX había ordenado al Emperador del Sacro Imperio Romano, Federico II Hohenstaufen que, para enmendar su postura disidente con el papado, encabezara una Cruzada como penitencia. El Emperador hizo poco caso de aquella penitencia, lo que le valió la excomunión. Picado en su orgullo, Federico partió por su cuenta en 1228 hacia Jerusalén, sin el permiso papal. Usando todo su poder y sus artes diplomáticas, culminó su Cruzada casi incruenta autoproclamándose Rey de Jerusalén, junto con Belén y Nazareth. El gusto le duró tres lustros, pues, en 1244 volvió a caer Jerusalén en manos de los musulmanes; esta vez de forma definitiva.

Como un último intento sinceramente cristiano, se armó la Séptima Cruzada, comandada nada menos que por el Santo Rey de Francia, Luis IX. Con él se da la última lección de la Historia al ser derrotado en Damieta y hecho prisionero con todo su ejército.

Habiendo cubierto un cuantioso rescate por su vida, 25 años después, en 1269, Luis IX insistió organizando otra Cruzada, la Octava. Pero esta última ya estaba llena de intereses. Los cruzados que se dirigían a Túnez para encaminarse luego a hacia Egipto, llevaban la consigna de aniquilar más bien la competencia de los mercaderes tunecinos. Desembarcaron desconociendo que había una epidemia de disentería en la región. La tropa quedó para el arrastre, y Luis IX, infectado, murió a los pocos días.

Ocho incursiones armadas en pos del rescate del Santo Sepulcro, aunado al poder regional de lejanas tierras para terminar en un fracaso total, dejan bien claro que la catolicidad jamás descansará en las armas.


II: La Armada Invencible

Aunque el intento de invadir Inglaterra por parte de España no tiene una injerencia directa que implique a la Iglesia, sí está de por medio la excomunión a Isabel I, promulgada por Pío V, su autorización a cualquier monarca católico para destronarla y la conspiración que propone el agente papal a la Corte de España para asesinar a la Reina. Así pues, la decisión de Felipe II para lanzarse sobre Inglaterra, no deja de tener la idea de una Cruzada. Pero ¡qué cruzada más desastrosa! Ni siquiera alcanzaron a cruzarse realmente las flotas inglesas y las españolas. Fueron los elementos naturales los que se encargaron de llevar al desastre total a la supuestamente Armada Invencible. “Yo no mandé a la Gran Armada a combatir contra los elementos”, fue lo único que alcanzó a decir Felipe II al leer el Informe del Duque de Sidoniamedina. Y, ya reflexionando, escribió: “Pido a Dios que me lleve para Sí por no ver tanta mala ventura y desdicha”. ¿Se aprendía la lección? Contra los designios de la Historia no se puede. Inglaterra no volvería a ser católica, y menos por la acción de las armas.


III: La Cristiada

No fue la Iglesia la que pidió levantarse en armas a los primeros campesinos que se rebelaron contra la Ley Calles aquel agosto de 1926. El Movimiento fue creciendo por sí mismo hasta que la Liga de la Defensa de la Libertad Religiosa (LDLR) tomó su Causa y aun su dirección. La opinión de los Obispos se dividió. Unos encontraban justa la guerra, y otros la deploraban y aun la condenaban. Muchos Obispos fueron expulsados del país, mientras otros entraban en diálogo con el callismo. ¿El nombre de cristeros correspondía al de cruzados? No exactamente. En el nombre de Cristo Rey se exigía tan sólo la libertad de culto, no el poder. Pero eran las armas las que hablaban.

Mientras el contingente cristero iba tomando carácter de Ejército, el alto Clero buscaba conciliar con el Gobierno una paz arreglada, a costa de los combatientes. El mismo Calles apresuró los “arreglos” porque la guerra, para él, se volvía verdadera, y no con mucha ventaja

para su Federación. Los hechos se sucedieron providencialmente: La muerte sorpresiva del General Enrique Gorostieta Velarde, Jefe de Armas de los Cristeros, en un descuido de lo más inocente, acabó con la más convencida oposición a unos “arreglos” arreglados. La humildad del combatiente cristero al entregar su armamento vino a testimoniar que no será por las armas por lo que la Iglesia logre extender el Reino de los Cielos en una tierra hambrienta de Amor, de Amor al prójimo, de Amor a Dios.


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