Segundo Domingo de Cuaresma
El Misterio que celebramos no sólo fue un signo y anticipo de la Glorificación de Cristo, sino también de la nuestra, pues, como nos enseña San Pablo, el Espíritu da testimonio, junto con nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo, con tal de que padezcamos con Él, para ser con Él también glorificados (Cfr. Rom 8, 16-17).
Y añade el Apóstol: “Porque estoy convencido de que los padecimientos del tiempo presente no son comparables con la Gloria futura que se ha de manifestar en nosotros” (Rom 8, 18). Cualquier pequeño o gran sufrimiento que padezcamos por Cristo, nada es si se mide con lo que nos espera. El Señor bendice con la Cruz, y especialmente cuando tiene dispuesto conceder bienes muy grandes. Si en alguna ocasión nos hace gustar con más intensidad su Cruz, es señal de que nos considera hijos predilectos. Pueden llegar el dolor físico, humillaciones, fracasos, contradicciones familiares… No es el momento, entonces, de quedarnos tristes, sino de acudir al Señor y experimentar su Amor paternal y su consuelo.
(Extracto del Libro “Hablar con Dios”, de Francisco Fernández Carvajal).
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