jueves, 6 de marzo de 2014

Predicación y vida

¡Acuérdate que eres polvo!


Cardenal Juan Sandoval Íñiguez

Arzobispo Emérito de Guadalajara


Casi no hay cristiano que no acuda a que le impongan la ceniza precisamente el Miércoles de Ceniza, rito con el cual se da inicio a la Cuaresma. Y, al acercarse al Sacerdote o al Ministro que impone la ceniza, cada uno puede oír cualquiera de estas dos fórmulas: “Acuérdate que eres polvo y en polvo te has de convertir”, o “Arrepiéntete y cree en el Evangelio”.

La primera fórmula nos recuerda que la muerte, tal como la padecemos ahora, precedida de sufrimientos y fracasos, es el castigo infligido por Dios a nuestros primeros padres, y a su descendencia, por haberle desobedecido (Cf. Gen. 3,19). Dios formó al hombre del barro de la tierra amasado, con un espíritu inmortal, un soplo divino, que le hizo ser “a imagen y semejanza de Dios”.

Recordarle a este hombre que es polvo, es invitarlo a una conversión profunda; a dejarse a sí mismo y volverse a Dios; a dejar de confiar en sí mismo y confiar sólo en Dios; a dejar de amarse a sí mismo y amar a Dios, que lo creó y lo redimió. Es recordarle que de sí mismo y por sí mismo no es nada, sino polvo que ha de volver al polvo del que fue formado, y que su vida es “como la hierba del campo, que a la mañana brota y florece, y por la tarde la cortan y se seca” (Sal. 90, 5-6).


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AUTOSUFICIENCIA CADUCA

De los siete que se llaman vicios capitales, el primero y el más dañoso es la soberbia, que consiste en la estima desmedida de uno mismo y de todo lo humano. Siempre ha abundado la soberbia individual de los que logran conseguir abundante dinero, poder y honores, pero hoy se produce, más que nunca, la soberbia colectiva de la Humanidad, que engolosinada por las conquistas de la Ciencia y de la Tecnología, se siente poderosa, suficiente y capaz de alcanzar cualquier meta, sin referencia a Dios ni a la Moral ni a las Leyes de la Naturaleza.

El “slogan” de los poderosos de este mundo es: “Nosotros podemos, no necesitamos ayuda de nadie”. Pero hay una verdad irrefutable y comprobada: el hombre es polvo, y si Dios le retira su aliento, vuelve a la nada.


HACIA EL CAMBIO DE VIDA

La segunda fórmula: “Conviértete y cree en el Evangelio”, es una invitación expresa a la conversión, que recuerda el inicio de la predicación del Precursor San Juan Bautista y del mismo Cristo, que nos habla de la necesidad de convertirnos para poder recibir el Reino de Dios.

Sin que dejemos de examinar toda nuestra existencia en cuanto a pensamientos, palabras, obras y omisiones para ajustarlos a los mandatos divinos, para aspirar a una verdadera conversión hemos de ir al fondo de nuestro corazón, ahí donde cada uno hemos hecho, consciente o inconscientemente, una opción por nosotros mismos o por Dios, por nuestros gustos y criterios o por los mandatos del Señor. Santo Tomás de Aquino afirma que el hombre, al llegar al uso de razón, hace una elección por sí o por Dios.


CLARA DISPARIDAD

Por consiguiente, la diferencia verdadera entre el hombre religioso y el incrédulo no es superficial, sino que tiene sus raíces en lo más íntimo del ser. El hombre religioso siente su precariedad y la necesidad de aferrarse al Absoluto, mientras que el ateo cree bastarse a sí mismo y no necesitar la ayuda de Dios. Es un tonto o iluso, del cual afirma la Sagrada Escritura: “Dice el necio en su corazón: no hay Dios” (Sal. 53, 2).

La experiencia cotidiana nos enseña que muchos incrédulos no se contentan con prescindir de Dios, sino que lo combaten y persiguen en aquellos que creen. Ya lo escribió San Agustín en su Libro ‘La Ciudad de Dios’: “Hay quienes aman tanto a Dios, que se desprecian a sí mismos y al mundo; y hay quienes se aman tanto a sí mismos, que llegan a odiar a Dios y a la Religión”.

Con toda razón, “Dios rechaza al soberbio y da su Gracia al humilde”, pues aquél ya ha rechazado a Dios en su corazón y se ha puesto a sí mismo en el lugar de Dios.

Así pues, tomar ceniza no debe ser sólo un rito tradicional del ‘folclor religioso’, sino una consideración profunda de la precariedad y transitoriedad de todo lo humano, para volverse a Dios, el único que vive por Sí mismo y hace vivir a quien lo busca.


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