QUERIDA LUPITA:
Me confunde la idea de que tenemos qué hacer sacrificios en la Cuaresma. En todas partes veo que debemos dar limosna y orar, pero también que es necesario sufrir, ofrecer padecimientos, provocarnos dolores, ayunar y todo eso. ¿Por qué el Cristianismo parece una invitación a que nos hagamos daño a nosotros mismos? No puedo estar de acuerdo con eso. ¿Existe alguna explicación?
Ofelia
HERMANA EN CRISTO, OFELIA:
Las tres prácticas penitenciales de la Cuaresma son: oración, limosna y ayuno. Las tres son actividades que nos perfeccionan. La primera nos lleva a mejorar nuestra relación con Dios; la segunda, con los demás, y la tercera, con nosotros mismos.
-La oración es un dialogo íntimo con Dios. Él siempre nos mira benignamente y nos deja conocer nuestras fortalezas y debilidades con objetividad. Mantener una comunicación con Él, nos hace mejorar como seres humanos y nos convierte en personas que reconocen su Amor y desean corresponderle también con amor.
-La limosna nos lleva a practicar el encuentro con nuestros prójimos más necesitados, haciendo así la Voluntad de nuestro Creador, que nos da bienes para administrarlos y compartirlos, no para acapararlos de forma negligente y egoísta.
-El ayuno implica un esfuerzo de renuncia voluntaria a lo que nos complace, para elegir lo que nos dignifica. Es ley natural, y por tanto irrompible, que lo que más vale, más cuesta. Dirigirnos a la cima requiere entrenamiento y fatiga. Bajar, lo hace cualquiera. Subir, sólo quien lucha. Aquél que desee ganar en los Juegos Olímpicos, por ejemplo, deberá renunciar a una vida disipada o perezosa para llevar adelante una disciplina diligente. Si quieres tener un buen nivel de vida, deberás estudiar y prepararte…
El entrenamiento que obtiene el alma que sabe renunciar a lo cómodo y placentero, es camino certero hacia el éxito. No hay victoria sin sacrificio. Dios nos quiere victoriosos, y la Iglesia, sabia milenaria en el conocimiento de la naturaleza humana, recomienda aquello que nos perfecciona. Este ejercicio nos fortalece para hacer frente a las pasiones y las tendencias de la carne.
Cristo no vino a eliminar el dolor, sino a darle un sentido redentor. Nosotros nos convertimos en corredentores cuando ofrecemos los sufrimientos que nos toca enfrentar y aquellos que libremente elegimos para hacernos semejantes a Cristo.
En la Carta Apostólica de Juan Pablo II, Salvifici Doloris, leemos:
“El amor es la fuente más plena de la respuesta a la pregunta sobre el sentido del sufrimiento. Esta pregunta ha sido dada por Dios al hombre en la Cruz de Jesucristo. El hombre que sufre, no sólo es útil para los demás, sino que realiza un servicio insustituible. El sufrimiento es el mediador y autor de los bienes indispensables para la salvación del mundo. El sufrimiento, más que cualquier otra cosa, es el que abre el camino a la Gracia, que transforma las almas. Los que participan en los sufrimientos de Cristo, conservan en ellos una especialísima partícula del tesoro infinito de la Redención del mundo y pueden compartir este tesoro con los demás. Y la Iglesia siente la necesidad de recurrir al valor de los sufrimientos humanos para la salvación del mundo”.
El dolor y el sufrimiento entraron a nuestra vida por nuestros propios pecados. El sacrificio, el hacer sagrados nuestros actos, nos hace virtuosos; y éste es, sin duda, el camino seguro a la plena felicidad.
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