Juan López Vergara
El Evangelio que nuestra Madre Iglesia dispone en la Mesa de la Eucaristía, presenta el luminoso relato de La Transfiguración, que revela una radiación de la vida divina de Jesús, de la que fueron testigos tres de sus más cercanos discípulos, quienes contemplaron un anticipo de la Victoria del Resucitado, del Mesías, del Hijo amado del Padre, a quien debemos escuchar (Mt 17, 1-9).
La Cristología es Antropología realizada
El pasaje comienza con una significativa precisión: “Seis días después, Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan, el hermano de éste, y los hizo subir a solas con Él a un monte elevado. Ahí se transfiguró en su presencia: su rostro se puso resplandeciente como el Sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la nieve” (vv. 1-2). El monte simboliza el lugar, por antonomasia, de la presencia y comunicación de Dios (compárese Ex 24, 12-18). El Evangelista sugiere que si el tiempo de la Creación inicia y concluye con el sábado, el acontecimiento asume un sentido profético, pues se convierte en anuncio de la Gloria futura.
La Transfiguración de Jesús entraña, por consiguiente, un adelanto del culmen de la Creación, de la reali-zación absoluta del Proyecto de Dios sobre el hombre: “La Cristología es Antropología realizada” (K. Rahner).
La voz de Dios
La aparición de Moisés y Elías conversando con Jesús representa a la Ley y los Profetas, a los que Jesús viene a dar cabal cumplimiento (compárese el v. 3 con Mt 5, 17). El comportamiento de Pedro corres-ponde al de una persona colmada, a un optimista de la Gracia (véase v. 4). Estando aún hablando Jesús, “una nube luminosa los cubrió con su sombra, y de ella salió una voz que decía: ‘Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias; escúchenlo’” (v. 5).
La nube es símbolo de la presencia divina (compárense Ex 13, 21; Nm 9, 15). El texto habla de una nube ‘luminosa’ que los ‘cubrió’. ¿Acaso significa que la nube revela y oculta a Dios, quien sólo es perceptible por su Palabra? La voz surgida constituye el centro del relato, y repite ante aquellos discípulos las palabras que resonaron en el Bautismo de Jesús, si bien agregando la orden de escucharlo (compárense v. 5 y Mt 3, 17).
Éste es mi Hijo muy amado: Escúchenlo
El desenlace describe la reacción suscitada ante la Majestad del Misterio del Señor y el ánimo que Él mismo infundiera en los suyos (véanse vv. 6-7). Al terminar, se quedó únicamente Jesús, porque, en definitiva, es a Él a quien en adelante debemos escuchar (véanse vv. 8-9).
Meditemos con honda gratitud que, si el primer Acto de Amor de Dios en su Creación fue un acto de iluminación: “Dijo Dios: ‘Haya luz’, y hubo luz” (Gn 1, 3), Dios, ahora, nos ilumina de manera absolutamente nueva a cada uno de nosotros, a través de la belleza del Misterio de Jesús, el Hijo amado, el Mesías liberador, a quien debemos prestar nuestra atención.
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