lunes, 24 de noviembre de 2014

Dios prepara a los que elige… no elige a los preparados

La gratuidad del don


Abraham Garín Flores

2º de Teología


30Tal vez no sea un título adecuado para una nota como ésta, pero lo entenderán después. Mi nombre es Abraham; soy Seminarista; tengo 38 años de edad, y actualmente curso el Segundo año de Teología en el Seminario Diocesano Mayor de Guadalajara. Mi experiencia en esta Casa de Formación ha sido llena, muy llena, de todo tipo de experiencias agradables y de otras no tanto; pero en esta ocasión les contaré de una experiencia especial, la cual comenzó antes de que yo decidiera decirle Sí a Jesús.

Era el año de 1996, y habiendo terminado mi Educación Preparatoria, estaba en la plenitud, por así decirlo, de la juventud, cuando por una decisión divina (hoy lo considero de ese modo) comenzó mi preparación; aquella que Dios me tenía reservada… Comenzó con un curso intensivo de tres días, durante los cuales vi cómo una vida se iba extinguiendo como agua entre las manos; sí, la vida de mi madre. Y el curso fue rápido, pues ver morir a una persona tan prontamente, fue una experiencia muy dolorosa y fuerte, sobre todo si se trata de la propia madre.


LA PROVINCIA TRAZA LOS CAMINOS
Esas son, para unos, algunas de las formas en que Dios va preparándonos para lo que Él quiere de nosotros; el saber que Dios está ahí, sobre todo en momentos tan difíciles, cuando uno se siente sin compañía, realmente solo, aunque en realidad siempre está Él ahí.

Sin embargo, habían pasado apenas un poco más de ocho meses de aquel amargo trance, cuando, ahora en un accidente automovilístico, mi padre falleció. Y, entonces sí, prácticamente me quedé solo. Recuerdo la fecha en que me recibí en la Universidad, sin mis padres acompañándome, sin poder sentir el gozo de abrazarlos… y esa circunstancia fue particularmente lastimosa para mí.

Cuando decidí hacer mi Curso de Preseminario, el Sacerdote que me recibió, al verme solo, me preguntó: “¿Quién te trajo? ¿Con quién viniste?”No fue sino hasta que ingresé al Seminario como interno, cuando me di cuenta de que esa ausencia era parte inseparable e integral de mi formación de cristiano, de persona, de Seminarista, de futuro Sacerdote; era parte del “negarme a mí mismo”. Tal era la manera como Dios me preparaba, enseñándome a despegarme de las personas y de las cosas, aunque no del amor; porque mis padres, si bien no estaban conmigo físicamente, los sentía presentes en toda mi estancia en el Seminario, y podía experimentar su afecto a través de los Padres Formadores, de los Padres Espirituales; pero, sobre todo, y en una manera muy especial, en mis compañeros y amigos, que al igual que yo, compartían esta aventura de seguir el llamado del Señor. Estaban presentes cuando me enfermaba y me llevaban de comer o mostraban preocupación por ver cómo seguía; cuando me daban un consejo, cuando me escuchaban o incluso cuando me sentía triste y me daban un abrazo de afecto y cariño; también cuando me corregían o me regañaban.

Es más, en ocasiones, cuando iba a la casa de algún compañero o amigo a comer, sus padres o familiares me trataban con el mismo aprecio, cual si fuese yo otro de sus hijos y me hacían sentirme integrado a esa familia. Sí, siempre, a través de mis semejantes, he recordado a mis padres con amor, porque lo que soy se lo debo a ellos.


La Esperanza de la Gloria
30 2Por eso, el reciente 2 de noviembre no fue para mí un día de luto, porque, no obstante difuntos, ellos siguen viviendo en mí, y yo tengo la certeza de que gozan de la presencia de Dios. No necesité ir al cementerio donde ellos están sepultados, pues están siempre en mi corazón y en los de mis Superiores, hermanos y amigos del Seminario, algunos de los cuales también han sufrido, como yo, la pérdida de su mamá o de su papá, y en ciertos momentos vivo con intensidad su mismo dolor; pero, a la vez, trato de compartir con ellos mi Fe.

Me pesará, sin duda, no tenerlos junto a mí en ocasiones especiales, como en las Ordenaciones Diaconales o Sacerdotales, cuando los padres de los Ordenandos son acompañados y ayudados a revestirse con los ornamentos sagrados por sus papás. He mirado a mis compañeros que han tenido esa dicha, y sé que, llegado ese día, los míos estarán junto a Aquél que me ha llamado y que me concederá la Gracia del Sacerdocio. Así que, cuando llegue la fecha de mi Ordenación, si Dios quiere, estaré preparado del modo que prepara a los que Él llama.


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