Juan López Vergara
En este Primer Domingo de Adviento, el pasaje del Santo Evangelio con el que nuestra Madre Iglesia da inicio al Nuevo Año Litúrgico, nos invita a orientar la mirada al porvenir, pero sin contemplar con indiferencia las realidades presentes, porque la esperanza evangélica se vive en el ‘Hoy de Dios’ (Mc 13, 33-37).
Tiempo de alegre
esperanza
San Marcos, en el Capítulo 13, explaya una homilía sobre el final de los tiempos, donde descubrimos que el ‘estar atentos’ es la actitud mediante la cual la Esperanza se cristaliza en realidades concretas: “Miren que no les engañe nadie” (v. 5); “miren por ustedes mismos” (v. 9); “el que persevere hasta el fin, ése se salvará” (v. 13); “estén sobre aviso; miren que les he predicho todo” (v. 23). Asumir responsablemente el presente, es el sentido del Evangelio.
Jesús, entonces, recomendó a sus discípulos: “Velen y estén preparados, porque no saben cuándo llegará el momento” (v. 33). El tiempo está cercano, pero incierto: anuncio y exhortación. Se trata de ese imprescindible tiempo de espera que precede a toda transformación. La Venida del Señor no es, para el cristiano, un motivo de miedo y terror, sino de alegre Esperanza.
Velar trabajando
Jesús planteó una Parábola: “Así como un hombre que se va de viaje, deja su casa y encomienda a cada quien lo que debe hacer y encarga al portero que esté velando, así también ustedes velen, pues no saben a qué hora va a regresar el dueño de la casa: si al anochecer, a la medianoche, al canto del gallo o a la madrugada. No vaya a suceder que llegue de repente y los halle durmiendo. Lo que les digo a ustedes, lo digo para todos: permanezcan alerta” (vv. 34-37).
Es una vigilancia que no da cabida a la impaciencia y al sueño; menos aún al temor y al relajamiento. Velar no significa fugarnos hacia la utopía; tampoco estancarnos en el tiempo presente. El Evangelista exhorta a su comunidad a esperar la Venida del Señor entregados al trabajo de cada día, pero con la mirada creyente plena de Esperanza. Pablo amonestó severamente a la comunidad de Tesalónica: “Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma” (II Ts 3, 10). Cada día de nuestra vida es como si fuera el último: velar es trabajar.
“¡Ah!, si rompieras
los cielos y descendieras”…
Este relato del Santo Evangelio nos introduce en la gozosa y permanente espera de Dios como sentido último de nuestra existencia y actuación en cada momento. Hagamos nuestra aquella ardiente aspiración de la venida del Señor expresada de manera tan apasionada y apasionante por el Profeta Isaías: “¡Ah!, si rompieras los cielos y descendieras” (Is 63, 19).
Seamos realistas: soñemos lo imposible, la Venida del Señor que rematará maravillosamente la Historia, el momento en el que, junto con toda la Creación, podremos glorificar a Dios.
La Esperanza implica expectación y deseo, combinados: anhelo de Dios, porque a partir de la Fe, tenemos la certeza de que sólo en Él culmina nuestra salvación.
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