Juan López Vergara
El Santo Evangelio que nuestra Madre Iglesia proclama el día de hoy, anuncia la noble misión a la que está llamado todo discípulo del Señor Jesús: ofrecer sentido a la vida de los demás, iluminándolos con su testimonio y sus palabras llenas de Fe y Esperanza (Mt 5, 13-16).
EL GUSTO POR VIVIR
Este texto es continuación de las Bienaventuranzas. Jesús exhorta a sus discípulos a practicarlas, a compartir su dicha y convertirse, así, en: “La sal de la Tierra” (v. 13a). Los judíos reconocen que la sal tiene la propiedad de dar sabor y conservar los alimentos. Su función no es para sí, sino ser condimento y garantía del manjar. Del mismo modo, los discípulos no existen para sí, sino para servir.
La amenaza de la infidelidad la tenemos frente a nosotros; de ahí el apercibimiento de Jesús: “Si la sal se vuelve insípida, ¿con qué se le devolverá el sabor? Ya no sirve para nada y se tira a la calle para que la pise la gente” (v. 13b). Teilhard de Chardin advierte que el mayor peligro que enfrentamos no es tanto nuestro arsenal atómico, cuanto perder el gusto por vivir. Los discípulos tenemos la misión de dar testimonio del gusto por vivir, aportando la novedad del espíritu evangélico que entrañan las Bienaventuranzas, revelador del sentido auténtico de nuestra existencia, manteniendo viva el hambre y sed de Justicia; es decir, de hacer siempre el Bien.
NUESTRO DISTINTIVO:
EL AMOR FRATERNAL
Jesús, enseguida, manifiesta: “Ustedes son la luz del mundo” (v. 14a). Esta declaración la explicita con dos imágenes: “No se puede ocultar una ciudad construida en lo alto de un monte; y cuando se enciende una vela no se esconde debajo de una olla, sino que se pone sobre un candelero, para que alumbre a todos los de la casa” (vv. 14b-15). Los discípulos de Jesús, su Iglesia, hemos de ser esa ciudad edificada sobre un cerro, que todos pueden notar, un lugar fraternal donde reside la Verdad: “En esto conocerán todos que son discípulos míos: si se tienen amor los unos a los otros” (Jn 13, 35).
PARA MAYOR GLORIA DE DIOS
Jesús enseña el fin de la misión de sus discípulos: “Que de igual manera brille la luz de ustedes ante los hombres, para que, viendo las buenas obras que ustedes hacen, den gloria a su Padre, que está en los Cielos” (v. 16). No debemos buscar nuestra alabanza, sino actuar para que los hombres se descubran hijos de Dios. En términos ignacianos: ‘Hacer todo para mayor Gloria de Dios’.
Jesús desea que nos convirtamos en la sal y la luz del mundo. Tan noble anhelo, la Iglesia, de la que todos los discípulos no sólo formamos parte, sino de la que somos parte, lo interpreta en términos actuales: “Se puede legítimamente pensar que la suerte de la Humanidad futura está en manos de quienes sepan dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar” (GS, 31).
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