Cardenal José Francisco Robles Ortega,
Arzobispo de Guadalajara
Hermanas y hermanos, muy apreciados:
Hace una semana, aludíamos a la indiferencia que ponemos como un escudo ante tanto sufrimiento humano. Dios, nuestro Padre, no toma esta actitud ante nuestras necesidades. Aunque nosotros demos pasos hacia atrás, Él los da hacia adelante para encontrarse con nosotros.
Nos preguntábamos: ¿Qué hay que hacer para expresar la misma Misericordia que Dios tiene para sus fieles? Hay que dar un primer paso, que consiste en detenernos a observar cuánta necesidad hay. Dando ese primer paso, seguramente vamos a vernos conmovidos para dar el segundo paso y preguntarnos: ¿Qué puedo hacer yo?
Vamos a hacer algo por aliviar, disminuir esa necesidad; una vez que hagamos algo, cualquier cosa, va a hacer crecer en nuestro corazón la intención y la obligación de realizar algo más.
Éste es el espíritu de la invitación que el Papa nos ha hecho en este Año de la Misericordia. Que experimentemos en nuestra vida cuánto amor y cuánta Misericordia tiene Él para con nosotros, que no se cansa, no se enfada, no se echa para atrás, por más mal que hagamos las cosas.
Que ese compromiso de Dios, de ser Misericordioso, al mismo tiempo que lo experimentemos, lo proyectemos ante los demás. Una forma muy concreta de hacerlo es practicando las Obras de la Misericordia con el hambriento, el sediento, el desnudo, el enfermo, el encarcelado, el migrante; con tantos hermanos y hermanas que sufren penuria y carencias.
Todo está en que salgamos de ese cuadro de indiferencia y emprendamos un primer paso; daremos, después, el segundo, el tercero. Primero, lo haremos solos, tal vez; después, en grupo, y luego en sociedad. Lo importante es que reflejemos en nuestra vida la infinita Misericordia de Dios.
Aunque cometamos un nuevo pecado, cargado de malicia, Dios no nos da la espalda y no nos abandona. Enciende, para ese nuevo pecado, un rayo de luz que nos alcance y nos motive a volver a Él.
La Misericordia es una virtud. El que la practica, se asemeja a Dios. La virtud nos asemeja a Dios, y es una virtud porque viene de Dios y nos alcanza a nosotros. Las virtudes son regalos de Dios, vienen de Él, nos envuelven y nos abrazan.
Tienen un doble movimiento: si la practico, me asemejo a Dios; y si vivo la Misericordia, me acerco más a Dios. La Misericordia, para mí, viene de Dios, se me regala, es gratis de parte de Él. Me envuelve porque soy creatura de Dios y porque Él es Bueno y Fiel.
Este Misterio de Misericordia queda sintetizado en el Misterio de la Eucaristía. La víspera de entregar su Cuerpo al Sacrificio, Jesús nos dejó, en el Pan consagrado, su Cuerpo entregado.
La víspera de derramar su Sangre físicamente, en su Pasión, Cristo nos dejó el cáliz de su Sangre. La Eucaristía es el Misterio extremo del Amor, de la Misericordia.
Cada vez que celebramos la Eucaristía hacemos para nosotros, aquí y ahora, la Muerte Redentora de Cristo como expresión de su Amor y Misericordia, para que, luego, nosotros la mostremos y la hagamos extensiva a los hermanos con acciones concretas, dando pasos hacia adelante.
Demos el paso inicial de Misericordia que se desencadene al infinito, el ejercicio, la práctica, la expresión de ella, como Dios la ha tenido para con nosotros.
Yo los bendigo
en el Nombre del Padre, y del Hijo
y del Espíritu Santo.
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