jueves, 14 de abril de 2016

La Ciudad de los Palacios

Macro urbe enferma de polución

vista centro

Luis de la Torre Ruiz
Ciudad de México

La frase de este encabezado se le atribuye al Varón de Humboldt, deslumbrado por la riqueza arquitectónica de la Ciudad de México, que le sorprendiera a principios del Siglo XIX. Aquellos palacios, templos y casonas que contempló el sabio alemán, estaban a su vez asentados sobre las ruinas de otra bella Ciudad llena de templos, pirámides y tzompantlis. La Gran Tenochtitlán había sido suplantada por la Capital colonial de la Nueva España, la misma que asombraba a Humboldt antes de sufrir su propia destrucción.
¿Qué sino tiene esta Ciudad? ¿Qué dioses se encuentran en conflicto construyendo y destruyendo su imagen?. ¿Qué lugar más bello, qué “región más transparente” ha anidado ciudades más religiosas que aquel hermoso lago que reflejaba en sus aguas las nevadas cumbres de dos volcanes tan singularmente dibujados?. ¿Acaso el duelo entre Fe y paganismo se ha visto prolongado a través de los siglos en una lucha interminable entre la fealdad y la belleza, entre el odio y la destrucción, entre el Bien y el Mal?.

Fantasías y realidades
Los orígenes de esta singular Ciudad están envueltos en la leyenda. Lo mitológico se confunde con su realidad. Mil dioses pueblan su teogonía y su crecimiento. Doscientos años después de la visión del águila devorando la serpiente, luego del gran Teocali, se apaga de pronto su sol esplendoroso, y toda su luminosa belleza se precipita en las profundas oscuridades del Mictlán. Todavía hoy, al contemplar sus ruinas, nos asalta un estremecimiento: ¿Tal grandeza se merecía tal desastre?.
Piedra sobre piedra se edificaría una nueva Ciudad, igualmente religiosa. Muy pronto las construcciones de los conquistadores se vieron rebasadas por notables templos, y grandes extensiones de terreno ocupadas como Conventos. Las Órdenes Religiosas de Franciscanos, Dominicos, Agustinos y Jesuitas se disputaban espacios para construir sus Monasterios y propiedades al Norte, al Sur y al Occidente de la Plaza Mayor, aparte de la proliferación de iglesias y capillas de singular belleza. ¿Acaso era aquella la Ciudad de Dios?… Pues sí que lo era, cuando menos arquitectónicamente.
Durante trescientos años de Colonia, la Ciudad se vio constantemente enriquecida con una arquitectura que iba adaptando todos los estilos: románico, gótico, renacentista, barroco, churrigueresco, plateresco y neoclásico, distinguiéndose durante el Siglo XVI el tequitqui, esto es, la mano del indígena, añorando en la piedra sus antiguas creencias, sometiéndose dócilmente al mestizaje que caracterizaría la fusión de dos razas.
Al igual que lo religioso, las construcciones civiles, desde la Colonia hasta la Independencia, no dejaban de ser suntuosas y bellas, destacando el Monte de Piedad, construido en lo que fuera antigua Casa de Cortés, y antes Palacio de Azcayácatl; el llamado Palacio de Iturbide; la Casa de los Azulejos; la Casa de los Condes de San Mateo, Valparaíso, y el Palacio de Minería como un monumental adiós a la Nueva España, que construyera don Manuel Tolsá, el mismo que terminara la centenaria Catedral… y un sinfín de casonas más tarde convertidas en bodegas y vecindades.

Justificada melancolía
Qué encanto, qué magia, qué misteriosa fuerza telúrica posee esa antigua Ciudad de los Palacios. Uno no puede contemplarla con indiferencia. Al asombro sigue la nostalgia por un pasado de siglos: si estamos frente a las ruinas del Templo Mayor, se escucha, entre un largo lamento de caracola, el llanto impotente, lleno de rabia, de los Caballeros Águila, de los Caballeros Tigre, de Tlatoanis y Macehuales.
Si enseguida cruzamos el tiempo y nos detenemos ante una preciosa fachada barroca como la del templo colonial de La Enseñanza, nos invade la emoción y nuestra sensibilidad estética se regocija. ¡Cuánta Fe para elevar a los Cielos la oración de las piedras! Y también cuánto odio para destruir gran parte de este patrimonio. La furia con que la picota se ensañó echando abajo templos y conventos no tiene justificación alguna.
Hoy, en medio de una inconmensurable y espantosa megaurbanización, se hacen esfuerzos por rescatar y conservar lo que queda de aquella Ciudad de los Palacios, reconocida como Centro Histórico. Tarea dificilísima, por más recursos y empeño que se ha puesto por volver a la vida lo que pudo haber sido la Ciudad más bella de América. Muchos edificios se han reconstruido, varias calles se han hecho peatonales, se buscan atractivos para hacerla habitable… Pero, hay un gran pero: la vocación al tianguis de este pueblo hace de todo el Centro un comercio incontrolable que atrae a una muchedumbre que más parece marabunta que un concurso de paseantes, capaces de contemplar la última belleza del tezontle, la esquina en piedra labrada, el balcón o el retablo que todavía pueden admirarse.
La modernidad y la sobrepoblación vinieron a dar al traste a una Ciudad de ensueño. El incontenible crecimiento de la Metrópoli ha rebasado toda planificación urbanística congestionando el Valle y trepándose en colinas y cerros sin ton ni son. Cientos de colonias son habitadas por una población que ya no tiene sentido ni le importa un comino lo que pudiera significar la dignidad y la belleza de un barrio o de una colonia. El feísmo es su hábitat. Y vamos al Centro Histórico a hacerlo feo también.

Espasmo y atracción
Hace poco más de cincuenta años llegué a esta Ciudad, que ya para entonces, los años sesenta, se encontraba entre Jerusalén y Babilonia. Mi alma de provinciano no se adaptaba fácilmente al ritmo casi esquizofrénico en el que se movía toda la urbe. El triunfo era para los audaces. Yo me sentía sin ambición alguna para escalar puestos y categorías a como diera lugar. Tampoco pasaba por mi cabeza la idea de regresar. El reto a permanecer aquí era algo muy motivante, y uno de esos motivos irresistibles fue descubrir el Centro acompañado de un cicerone cáustico e inteligente.
Aquí estaba toda la Historia de México, todo su ser, su idiosincrasia y sus valores terrenales y espirituales. Aquí la grandeza de civilizaciones prehispánicas; la crueldad de una Conquista, la generosidad de unos Evangelizadores y el amor al indígena y a lo autóctono, manifiesto en mentes lúcidas como Fray Bernardino de Sahagún. Desde aquí la expansión de la Nueva España hasta las Altas Californias. Aquí también las pasiones desenfrenadas, el odio sectario, las ambiciones desmedidas; es decir, la esencia del hombre para bien o para mal.
Así que quedé cautivo, prisionero de una cárcel gigantesca, de la cual, hasta ahora, al cuarto para las doce, pienso desprenderme. Me iré sin queja ni frustración alguna. Al contrario, creo que al final amé esta Ciudad con un amor apache, irritante, siempre a la espera de un beso consolador, de un respiro en el eterno quehacer cotidiano.
Y sí. Fue ese Centro Histórico lo que más hondamente caló en mi ánimo para quedarme a vivir en el caos de una Ciudad inverosímil.

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